Liebe Con Arepas

Capítulo 3 — ¡Me voy pa’ Alemania!

¿Alguna vez han sentido que el universo conspira para probar su paciencia?

Bueno, ese fue mi caso el día que decidí dejar Venezuela con una maleta, doce empanadas en un tupperware de mama y un corazón latiendo entre miedo y emoción.

El aeropuerto de Maiquetía era una locura. Gente corriendo, niños llorando, maletas que parecían tener vida propia y un aire acondicionado que, por alguna razón, solo funcionaba en el área de migración.

Yo, obviamente, estaba sudando como si hubiese corrido una maratón, intentando empujar mi maleta rosada con una rueda rota y buscando desesperadamente la puerta de embarque correcta.

—¿Vuelo a Frankfurt? —pregunté a un hombre con chaleco azul.

—Puerta siete.

—¿Siete? Pero en el pasaje dice “Gate 17”.

—Ah, no, eso es arriba, después de la revisión.

—¿Y la revisión es…?

—Por allá —me señaló con un dedo que podría haber apuntado al Polo Norte.

Cinco minutos después, estaba en una fila equivocada, con una señora que iba para Panamá y una pareja discutiendo sobre una maleta perdida. El sudor ya me corría por la espalda, y mi perfume de mango tropical había sido reemplazado por un aroma más… humano.

—Nina, respira —me repetí a mí misma—. Solo tienes que llegar a Alemania, no conquistar Europa.

Saqué el teléfono para escribirle a Shanon por WhatsApp.

Nina: Hermanaaaa, casi pierdo el vuelo y todavía no he pasado migración 😭
Shanon: Te dije que llegaras tres horas antes, no veinte minutos.
Nina: Era tres horas “antes”, no “antes de que me maquillara”.
Shanon: Nina, por Dios, ¿ya comiste?
Nina: Sí, mamá me obligó a llevarme las empanadas fría en la cartera.
Shanon: No la vayas a sacar en el avión, te lo advierto.
Shanon: Que te dé. Pero no vayas a sacar unas empanadas en pleno vuelo, que no estás en la línea de autobuses a Caracas.

Solté una risa tan fuerte que la gente de la fila me miró. Me encogí de hombros. Total, ya estaba haciendo el ridículo desde el minuto uno, ¿qué más daba?

Después de lo que pareció una eternidad, logré pasar migración sin que me confiscaran el champú (aunque el oficial me miró con sospecha cuando vio mi paquete de Harina Pan).
Subí corriendo las escaleras, buscando el bendito “Gate 17”, y justo cuando llegué, el altavoz anunció:

“Último llamado para los pasajeros del vuelo 348 con destino a Frankfurt. Último llamado.”

—¡Esa soy yo! —grité, levantando la mano como si estuviera en una clase de inglés.

Corrí con la maleta tambaleando y el pasaporte medio salido del bolsillo. La azafata me miró con esa expresión de “otra venezolana al borde del colapso”, pero sonrió.

—Tranquila, señorita, aún está a tiempo.

—Gracias, en serio… —jadeé—. Prometo no volver a subestimar el tráfico de La Guaira.

Entré al avión con el corazón a mil, el maquillaje derretido y un nudo en la garganta. No sabía si quería reír, llorar o dormir tres días seguidos.

El asiento que me tocó estaba junto a una señora alemana que parecía sacada de una postal de invierno: pelo blanco, bufanda de lana gruesa y una mirada amable.
Me sonrió. Yo le devolví la sonrisa con la universal cara de “no entiendo nada pero estoy siendo simpática”.

—Hallo —me dijo.

—Eh… Hola… hallo también —respondí, mezclando idiomas.

Ella siguió hablándome en alemán como si me conociera de toda la vida. Yo asentía cada tres palabras.

—Ja… sí, sí, Wienerschnitzel

No tenía idea de lo que decía, pero sonaba importante.

En un momento, sacó una bolsita con galletas y me ofreció una.

—Danke —dije, recordando una de las tres palabras que sabía en alemán.

Ella sonrió encantada y me sirvió tres.

Perfecto. Había hecho mi primera amiga europea sin decir una frase coherente.

El avión despegó, y mientras veía cómo el mar del Caribe se hacía más pequeño, sentí una mezcla extraña entre nostalgia y alivio.

Atrás quedaban los regaños de mamá, los chistes malos de papá y las advertencias de Shanon.

Delante… bueno, delante estaba el futuro. Y, probablemente, un frío que me haría extrañar hasta el calor pegajoso de La Guaira.

Intenté dormir, pero la emoción no me dejaba.

La señora alemana —que descubrí se llamaba Gertrud, o al menos eso entendí entre su alemán rápido— empezó a mostrarme fotos en su teléfono.

—Mein Hund! —dijo, enseñándome la imagen de un perro enorme.

—¡Qué lindo! —contesté automáticamente.

Ella sonrió como si hubiera entendido cada palabra.

A mitad del vuelo, me dio hambre.




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