Liebe Con Arepas

Capitulo 4 — Primer choque cultural

El avión aterrizó con un golpe seco, y sentí que mi alma se quedó suspendida unos segundos antes de volver a mi cuerpo. Múnich. Alemania. Frío. Nieve. Gente que hablaba como si discutiera todo el tiempo. Y yo, con mi chaqueta tropical de La Guaira, mi bufanda prestada y el cerebro tratando de descifrar qué demonios significaban todas esas palabras con diéresis.

Apenas bajé del avión, una ráfaga helada me abofeteó la cara. Era de día, aunque el cielo parecía hecho de puro hielo. Sentí que el viaje había durado una eternidad: nueve horas desde Maiquetía a Madrid, una escala de tres horas donde casi me quedo dormida en una silla, y luego otro vuelo de dos horas hasta Múnich. Todo cortesía de una aerolínea española con un logo que prometía comodidad y terminó ofreciéndome una cena sospechosamente parecida a cartón con salsa.

Cuando la azafata anunció el aterrizaje con una voz nasal que sonaba como si tuviera gripe desde el 98, ya yo estaba pegada a la ventana, viendo el suelo blanco y preguntándome si todavía tenía dedos en los pies.

Mi cabello castaño, que había empezado el viaje liso y decente, ahora parecía el resultado de una pelea entre la electricidad estática y la gravedad. Me lo recogí en una coleta alta, intentando parecer una viajera organizada, aunque tenía más pinta de sobreviviente de reality show. Llevaba jeans ajustados, un suéter de lana grueso que me había puesto en el avión cuando empezó a sentirse el aire helado, y la chaqueta de mi hermana que no iba a resistir ni cinco minutos afuera.

Respiré hondo. Aire europeo. Frío, seco y con olor a aeropuerto caro. Y justo entonces, me di cuenta de algo: ya no había vuelta atrás.

—¡Dios mío, esto es un freezer gigante! —murmuré, mientras mi respiración salía hecha humo.

A mi lado, un grupo de alemanes caminaba como si nada, sin temblar, sin morirse de frío, como si el invierno fuera una ligera brisa caribeña. Yo, en cambio, parecía una iguana en un polo norte improvisado.

Seguí las señales del aeropuerto, que parecían escritas en código alienígena.

Ausgang” por aquí, “Gepäckausgabe” por allá… y yo con el traductor del celular al borde del colapso.

Intenté seguir a la multitud, porque si algo he aprendido es que donde va la gente, suele estar la salida… o el desastre. Y sí, efectivamente, terminé en el desastre: la puerta equivocada. Salí por donde no debía y acabé en una zona de taxis privados, sin mi maleta. Intenté explicarle a un señor con bigote vikingo que necesitaba regresar.

—Eh… bag? Luggage? Mi bolsita… mi ropa… ¡mi cepillo!

El hombre solo me miró con ternura (o compasión, no sé) y dijo algo como:

Ach so, verloren Gepäck. Polizei da hinten.

Yo solo respondí:

—Sí, exacto. Polizei. Da hinten.

Sin tener ni la menor idea de lo que acababa de afirmar.

Después de media hora de confusión y tres “sorry” innecesarios, recuperé mi maleta, que milagrosamente había sobrevivido. Sentí ganas de besarla como si fuera un ser querido. Ya en la zona de salidas, abrí el correo que confirmaba el trabajo:

“Complejo turístico Edelweiss, región de Garmisch-Partenkirchen. Le esperamos en las montañas.”

¿Montañas?

¿Perdón?

¿Y Múnich? ¿Dónde quedó mi idea de ciudad moderna, cafeterías elegantes y rubios en trajes grises?

Abrí el mapa.

Garmisch-Partenkirchen: a dos horas y media en tren.

Claro, cómo no. Yo pensando que el “complejo turístico” quedaba a quince minutos del aeropuerto, y resulta que estaba casi en Narnia.

Mientras trataba de asimilarlo, una señora alemana se me acercó. Pequeña, con cabello blanco y un abrigo azul que parecía un edredón con patas. Me sonrió, dijo algo en su idioma, y me ofreció un dulce. Yo, por educación (y hambre), acepté. Intenté conversar con ella.

—Nice… sweet… danke schön… cold, very cold… me moriré aquí —dije riendo nerviosa.

Ella soltó una carcajada sonora y respondió con un río de palabras que no entendí, pero sonaban amables.

Al final, salimos del aeropuerto y me dirigí tambaleándome hacia la estación de tren, que estaba a unos minutos caminando. La nieve comenzaba a crujir bajo mis botas, y cada bocanada de aire helado me hacía arrepentirme un poquito de no haber traído guantes decentes. Me acerqué a la máquina expendedora de boletos, que parecía un cohete espacial con pantallas y botones por todos lados.

—¿Cómo se paga esto? —pregunté a un hombre que estaba frente a mí, claramente sin entender mi español mezclado con gestos desesperados.

Kreditkarte… —dijo, señalando una ranura.

—Ah, tarjeta… sí, tarjeta —repetí, intentando sonar segura mientras metía la mía con manos temblorosas.

Después de tres intentos y un par de pitidos que me hicieron pensar que había roto algo, finalmente imprimió mi boleto. Lo sostuve como si fuera un tesoro, y respiré hondo: mi primer paso real hacia Alemania profunda.

El tren llegó con un silbido metálico y el sonido de ruedas sobre rieles. Era enorme, brillante y tan limpio que hasta mi chaqueta prestada parecía desentonar. Subí, buscando un asiento libre, y allí estaba ella: la señora alemana del avión, ya ocupando un ventanal, sonriéndome como si me reconociera de toda la vida.




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