Liebe Con Arepas

Capìtulo 5 — Cabañas, pero de terror

La furgoneta del complejo turístico esperaba pacientemente frente a la estación de tren, lista para trasladar a los empleados a sus cabañas en medio de la montaña. Yo, por supuesto, llegaba tarde, arrastrando la maleta como si tuviera vida propia y tratando de no tropezar con los charcos de nieve derretida.

El conductor, un hombre alto con gorra y chaqueta acolchada, salió del vehículo con un saludo seco y directo:
—Hallo, ich bin Klaus. La llevaré al complejo.

Asentí, intentando no parecer una turista completamente perdida mientras subía al asiento trasero. La furgoneta olía a cuero, frío y un toque de café que probablemente llevaba ahí desde la mañana.

—Rápido, tenemos que recoger a los demás empleados —dijo Klaus, encendiendo el motor con un rugido que me hizo saltar ligeramente—. ¡Sube!

Mientras avanzábamos por los caminos cubiertos de nieve, que crujían bajo las ruedas, el viento intentaba colarse por cada rendija y congelarme hasta los huesos. Miré por la ventana: los árboles cubiertos de blanco se alineaban como centinelas, y de vez en cuando una casa de madera asomaba entre la nieve, mostrando chimeneas humeantes que prometían calor.

—Aquí es donde empieza la verdadera aventura —murmuré para mí misma, abrazándome con mi chaqueta y recordando que nada en mi vida había sido tan… frío y surrealista a la vez.

Cuando me dijeron que trabajaría en un “complejo turístico en Baviera” imaginé cabañas acogedoras, chimeneas humeantes y una postal perfecta de nieve. Lo que no imaginé era que esas cabañas eran más cercanas a la cabaña de camino hacia al terror que a un hotel cinco estrellas.

Mis primeras impresiones fueron claras: calefacción rota, madera crujiente en cada piso y un silencio absoluto, interrumpido solo por el sonido de ramas golpeando las ventanas.

—Perfecto… —susurré, mirando mi aliento convertido en vapor—. Esto es exactamente lo que necesito para sobrevivir.

Al abrir la puerta de mi cabaña, me encontré con Tillie, una mujer con el caribe en sus venas pero el alemán perfecto de los bávaros. Su sonrisa era cálida, como un café recién hecho en medio del frío, y su presencia inmediatamente me tranquilizó.

—¡Hola! Tú debes ser la nueva! —dijo, con un acento que mezclaba Cuba y Baviera—. Yo soy Tillie, mitad alemana, mitad cubana, toda adrenalina.

Nos presentamos rápido mientras me guiaba hacia la pequeña sala: un espacio con muebles de madera, alfombras que parecían no haber sido aspiradas desde 1978 y un radiador que tosía más que yo al subir la montaña.

—No te preocupes —dijo Tillie, riendo—. Esto es lo normal aquí. La calefacción… bueno, digamos que es más simbólica que funcional.

Mientras asentía con cara de “gracias por la información, ya me siento más segura”, Violeta, la administradora, apareció como un rayo. Con un clipboard en mano, me registró rápidamente: carnet, uniforme, llaves de la cabaña, y un breve repaso de normas que mi cerebro no logró retener del todo.

—Recuerda: desayuno a las 7, senderismo a las 5 y nada de quejas sobre el clima. —Violeta me sonrió, como si supiera que ya estaba condenada—. Aquí todo es… auténtico.

Tillie, mientras tanto, me hacía un tour exprés por el complejo:
—Acá está el comedor, allá los baños, y por si lo necesitas… no hay Wi-Fi estable hasta la recepción —me advirtió, con una mezcla de diversión y maldad—. Bienvenida a la vida real.

El frío se colaba por cada rendija de mi chaqueta, pero su compañía me hizo sentir que quizás sobreviviría a esto.

—¿Y los demás empleados? —pregunté.

—Ah, ellos ya están despiertos —dijo Tillie—. Madrugan a las 5 para hacer senderismo. Literalmente, amanecen con los pájaros.

Me imaginé corriendo entre árboles, nieve hasta la rodilla, con un clima que congelaría hasta a mi perro Ajo.

—Perfecto… —dije otra vez, aunque sonó más como un “qué he hecho para merecer esto”.

Nos reímos mientras caminábamos hacia mi habitación: una cama pequeña, un armario que olía a madera húmeda y un ventanal que daba a un bosque infinito. Me sentí minúscula frente a tanta naturaleza.

Tillie me enseñó a organizar mis cosas y me dio los primeros consejos de supervivencia: cómo encender la calefacción (si es que quería intentarlo), y lo bueno, según ella, era que teníamos chimeneas y mucha leña, aunque debíamos cargarla nosotras mismas, como si fuéramos entrenadoras de crossfit involuntarias. Me mostró también dónde colgar la ropa mojada, para que no se congelara en el acto, y cómo interactuar con los huéspedes sin parecer completamente perdida, lo cual, honestamente, sonaba casi imposible viniendo de mí.

Mientras asentía y trataba de memorizarlo todo, no pude evitar preguntar, como buena guarireña:
—Oye, Tillie… ¿crees que habrá animales salvajes por aquí? Algo hambriento que me confunda con un aperitivo tropical…

Tillie soltó una carcajada que llenó la cabaña y me dio un codazo amistoso.

—Tranquila, si viene un oso, no te comerá… probablemente. Y si es un zorro, mejor que le tengas miedo a tu comida, no a ti.

Reí, aunque no demasiado fuerte, porque la idea de toparme con un alce enfadado o un ciervo gigante no me resultaba nada absurda.




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