El complejo tenía una pequeña cabaña de entretenimiento para el personal. Una especie de “bar clandestino”, como lo llamaba Tillie, donde los empleados se reunían después del trabajo para relajarse, beber y fingir que no estaban atrapados en medio de un bosque gelido bávaro.
Después de guardar mis pocas cosas en el diminuto armario de mi habitación, Tillie decidió que ya era hora de que la venezolana “se socializara”.
—Entonces, ¿todos se reunirán en el albergue del personal esta noche? —pregunté, mientras ella se miraba en el espejo, aplicándose un pintalabios escarlata que le quedaba de infarto.
Yo había intentado ese color una vez, durante los carnavales turísticos de La Guaira… y terminé pareciendo un payaso poseído. Pero Tillie, con su piel dorada y su acento mitad cubano, mitad alemán, lo hacía parecer un arte.
—Nada mejor que una noche en la cabaña de entretenimiento para integrarte —dijo, tendiéndome un abrigo—. Es tradición.
—¿Y esa cabaña queda muy lejos? —pregunté, algo dudosa.
—A unos metros —respondió—. Lo suficientemente cerca para llegar caminando, y lo bastante lejos para no escuchar los ronquidos del cocinero.
Tillie bajó de su litera, guardó su revista y sacó un frasco misterioso del cajón. Ya sabía que iba a ser una noche interesante.
La cabaña de entretenimiento estaba llena de voces, música suave y olor a leña mezclado con cerveza. Había empleados de todas partes: cocineros, camareras, encargados de mantenimiento… Un caos multicultural en medio del bosque nevado.
Tillie me presentó con orgullo, como si fuera un trofeo caribeño recién importado.
 —Ella es Nina. Viene de Venezuela, así que cuidado con lo que le dan de beber —bromeó.
—¿Venezuela? ¡Caray! —exclamó un chico moreno, con un acento andaluz encantador—. Yo soy Manuel, de Sevilla. Y este es Poncho, de Jalisco, México.
El mexicano levantó su vaso y sonrió.
—Bienvenida al manicomio nevado.
Ambos eran guapos, simpáticos y hablaban un alemán perfecto. En cuestión de minutos ya habían conquistado a todos… y a mí me habían hecho reír como no lo hacía desde hacía meses.
—¿Y tú ya hablas alemán? —preguntó Poncho.
—Digamos que mi vocabulario se limita a Danke y Schnitzel.
—Con eso sobrevives —rió Manuel, con ese acento andaluz que convertía cada palabra en una canción—. Pero si el hombre de hielo se entera que no hablas alemán… ay, chiquilla, estás frita, guapísima.
—¿Hombre de hielo? ¿Y ese quién es? —pregunté, frunciendo el ceño, aunque la curiosidad me pudo.
—El gran jefe —respondió Poncho, con una carcajada mientras levantaba su vaso—. Neta, como dice este gachupín, es un gilipollas de campeonato.
—¡Eh! —protestó Manuel, dándole un codazo—. No me robes las expresiones, cabrón.
—Tranquila, solecito —continuó Poncho, guiñándome un ojo—. Si ese tipo te congela, yo te caliento con unas clases privadas… de alemán, claro.
—Sí, sí… de alemán —reí, dándole un trago al licor que ya me ardía hasta el alma—. Pues ojalá tu curso venga con calefacción incluida, porque esto está que derrite un glacial.
—Tú pon el horario, reina —dijo Manuel con una sonrisa pícara—. Yo me apunto a todas las lecciones.
Tillie rodó los ojos.
—Estos dos son encantadores, pero no te fíes. Coquetean con todo lo que respira.
—Tranquila —dije sonriendo—. Estoy fuera del departamento de citas.
Los tres fingieron horror.
—¿Cómo? —dramatizó Manuel—. ¿Una latina fuera del romance? ¡Eso es ilegal!
Entre risas, Manuel sacó una botella de licor alemán que había comprado en una aldea cercana. La etiqueta era ilegible.
—Esto lo beben los locales para entrar en calor —explicó.
—¿Y cuánto tiene de alcohol? —preguntó Tillie.
—Bah, nada serio —dijo Poncho.
Cinco tragos después, ya estábamos llorando de la risa.
—Esto tiene más fuego que la boca del infierno —dije, secándome una lágrima.
—¡Pero calienta! —contestó Manuel, dándole otro trago.
El calor, la música y los acentos mezclados me mareaban tanto como el licor. En un arranque de euforia (o estupidez), me levanté tambaleante.
—Yo me voy a mi cabaña antes de perder la poca dignidad que me queda.
—¿Te acompaño? —preguntó Tillie.
—No, no, tranquila. Llego en dos pasos.
Spoiler: no llegué en dos pasos.
 Ni en veinte.
El bosque parecía un laberinto de casas idénticas, todas con ventanas encendidas y puertas iguales.
—A ver… ¿era la tres o la cinco? —murmuré, girando la llave en la primera puerta que vi entreabierta—. Total, todas tienen cama, ¿no?
Empujé la puerta y entré, tiritando. El interior estaba cálido y tenuemente iluminado por una lámpara. Me quité los guantes y el gorro, lista para caer rendida.
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Editado: 02.11.2025