Liebe Con Arepas

Capítulo 8— El trabajo imposible

Trabajar en un complejo turístico alemán debería ser fácil… en teoría.

Tenía que seguir instrucciones, mantener la sonrisa y no destruir nada. Pero el problema es que las instrucciones estaban en alemán, y mi alemán… bueno, digamos que Google Translate y yo ya teníamos una relación tóxica.

Mi primer encargo fue sencillo: poner azúcar en las mesas del desayuno. Hasta ahí, todo bien. El detalle es que en alemán “Zucker” (azúcar) y “Salz” (sal) suenan demasiado parecidos. ¿El resultado? Serví sal en lugar de azúcar. La tragedia ocurrió a las siete de la mañana, cuando un huésped probó su café y casi escupe el alma.

Tillie llegó corriendo, con la cara roja de tanto reírse.

—¡Nina! ¡Les diste sal al desayuno continental!

—Bueno, al menos hoy se hidrataron más rápido que de costumbre —respondí, intentando mantener la dignidad.

Pero la cosa no quedó ahí.

Al día siguiente me asignaron la lavandería. El instructivo decía “mild detergent”, pero en mi cabeza eso sonó a “usa el champú más caro que tengas”. Y yo, obediente, vertí medio litro de mi champú de coco con keratina en la lavadora. La ropa salió brillante, suave… y con olor a playa tropical. Yo pensé que era un éxito. Los alemanes no. Dicen que el chef todavía se queja porque su uniforme “huele a vacaciones”.

A los tres días ya tenía un apodo oficial: “La venezolana del caos.”

Los cocineros lo decían entre risas, los de mantenimiento con resignación y Bastian… bueno, Bastian lo decía con esa frialdad que haría llorar a un pingüino.

—¿Otra vez tú? —me dijo una tarde, cuando me encontró tratando de descifrar un mapa del complejo que tenía al revés.

—Estoy explorando rutas alternativas —respondí muy seria.

—Está al revés.

—Lo sé, es parte del método experimental.

Él me miró sin decir nada. Luego suspiró, se pasó una mano por el cabello (ese cabello rubio perfectamente peinado, muy Targaryen de “Juego de Tronos”) y murmuró:
—No sé si eres un accidente laboral o un experimento sociológico.

—¿Puedo ser ambas cosas? —le sonreí.

Creo que quiso contener una sonrisa, pero apenas lo logró. Y eso, viniendo de Bastian Wagner, el Hombre de Hielo, ya era un milagro.

Por supuesto, Manuel y Poncho no me dejaron olvidar mis desastres.

—¡Eh, chama del caos! —gritó Poncho desde la cocina—. ¡No vayas a ponerle champú al postre hoy, eh!

—Tranquilo, mi amor, hoy toca perfume —le respondí.

—Tú no trabajas aquí, tú vienes a darnos contenido —añadió Manuel entre carcajadas.

Y todos estallaron de risa. Yo también. Al menos alguien apreciaba mi creatividad.

Esa noche, cuando todos se fueron, me quedé un rato más en la cocina, viendo caer la nieve por la ventana. Pensé en mi familia, en La Guaira, en el calor, en las arepas, en mi perro Ajo… en lo lejos que estaba todo. Ya me había hablado con mi hermana, pero con este caos mío se me hace difícil mantenerme en contacto; además, me tocó colarme en el área de huéspedes para robar Wi-Fi, porque el de personal va tan lento que parece que estamos en La Guaira.

El silencio era tan pesado que hasta el zumbido del refrigerador sonaba triste.

—No está permitido quedarse aquí fuera del turno.

La voz me hizo girar.

Bastian estaba en la puerta, impecable, sosteniendo una linterna.

—No podía dormir —le dije.

—¿Y eso se resuelve reorganizando cucharas? —preguntó con una ceja alzada.

—No subestime el poder terapéutico del desorden.

Se acercó unos pasos más.

El brillo de la linterna le marcaba la mandíbula, y por un segundo, me olvidé de que me daba miedo.

—Tienes un talento particular, señorita Regalado —dijo en voz baja—. Todo lo que tocas… termina patas arriba.

—No todo —respondí sin pensar, la voz temblándome entre el frío y algo más que no quería admitir.

Sus ojos se encontraron con los míos. Por primera vez, el jefe alemán no parecía tan de hielo. Parecía… curioso. Peligrosamente curioso.

Caminamos un rato en silencio. Solo se escuchaba el crujir de la nieve bajo las botas y mi respiración, que sonaba más fuerte de lo que debía. Me atreví a romper el silencio.

—Puede llamarme Nina, ¿sabe? —dije, intentando sonar casual.

—Prefiero las formalidades —respondió sin apartar la vista del camino.

—¿Tan frío es siempre o solo cuando estás con latinas torpes?

Vi cómo se le tensó la mandíbula, pero en sus labios asomó una mueca que casi, casi, parecía una sonrisa.

—No suelo ser evaluado por mis subordinadas —replicó con calma germánica.

—No te estoy evaluando, Jefe. Solo trato de romper el hielo.

—Créame, señorita Regalado —replicó con un suspiro breve—, el hielo se rompe cuando uno deja de hablar.




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