El sol estaría con sus ojitos cerrados entre las montañas cuando nos reunieron frente al edificio del personal. El aire olía a nieve recién caída y a café fuerte, de ese que te despierta aunque no quieras. “Caminata de integración”, lo llamaron. Yo, sinceramente, pensaba que era una tortura disfrazada de actividad recreativa, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta.
Mientras repartían termos y panecillos, el grupo se llenó de murmullos y risitas. Algunos decían que estas caminatas eran “para fortalecer el espíritu de equipo”, otros aseguraban que era solo una excusa para que los jefes comprobaran quién sobrevivía al frío sin renunciar. Pero lo que más circulaba —como buen chisme de pasillo— era por qué el mismísimo señor Wagner nunca participaba.
—Dicen que el jefe no camina con los mortales —susurró Tillie, haciendo una mueca dramática.
—O que lo mordió un oso en el 2018 y desde entonces odia el senderismo —agregó Poncho entre risas.
—No, hombre, yo escuché que es porque no confía en nadie —dijo Manuel—. Que prefiere quedarse vigilando desde su cueva de hielo, mirando todo por las cámaras.
—Vamos, no sean malos —intervine yo—. Capaz el pobre solo tiene los pies fríos.
Las risas se mezclaron con el crujir de la nieve bajo nuestras botas. El grupo era un mosaico de idiomas: inglés atropellado, alemán cerrado, español con acento chilango y portugués arrastrado. Entre bufandas, gorros y quejas, se escuchaba de todo.
—Tía, esto no es integración, es un castigo —refunfuñó Manuel, con su acento madrileño—. Llevo diez minutos sin sentir los dedos.
—Eso es porque tú naciste con sangre de siesta, no de montaña —le respondió Poncho, dándole una palmada en el hombro.
—¡Y tú con sangre de tequila! —retrucó Manuel.
—Pues mira, mejor eso que estar aquí tiritando como un flan —rió Poncho, mientras su aliento salía hecho humo.
—Ay, ustedes dos, parecen un matrimonio —intervine riendo.
—Ni lo digas, Nina —saltó Tillie, la cubana alemana—. Poncho snores like a tractor (Poncho ronca como un tractor).
Las risas se mezclaron con el crujir de la nieve bajo nuestras botas. A mi lado, una chica alta, pelirroja y de sonrisa contagiosa me saludó con un entusiasmo casi tropical.
—¡Hi! Ich bin Greta. (¡Hola! Soy Greta).
—Nina —respondí sonriendo—. Venezolana, recién importada.
—¡Latina! ¡Me encantan los latinos! —dijo emocionada, como si hubiera encontrado un unicornio.
Reí. Su energía era contagiosa. Durante el trayecto me contó que amaba el reguetón, que su sueño era visitar México y que aprendía español viendo telenovelas.
—¡“Pasión de Gavilanes”! —gritó, orgullosa, pronunciando “Gavilanes” como “Gavilonis”.
La caminata nos llevó hasta el lago Eibsee. El agua era tan clara que parecía un espejo inmenso que reflejaba las montañas nevadas. Todo estaba tan quieto que daba miedo romper el silencio.
—Wunderschön, ¿verdad? (Hermoso) —dijo Greta.
—Sí, pero si me dejas sola aquí cinco minutos, seguro me resbalo y termino como cubito de hielo, es que soy tan salada chama —contesté, y ambas estallamos en risa.
El resto del día me asignaron a recepción, ayudando con la llegada de un grupo de turistas españoles. ¡Por fin algo que podía hacer sin accidentes culturales!
—¡Buenas tardes! Bienvenidos al complejo Edelweiss. ¿Cómo estuvo el viaje? —les dije con una sonrisa que me salió del alma.
Uno de ellos, un señor andaluz de bigote impecable y barriga feliz, exclamó:
 —¡Por fin alguien que habla cristiano!
Toda la recepción estalló en risas.
—¿Y tú, guapa, de dónde eres? —preguntó otra turista, con gafas de sol enormes y el entusiasmo de quien colecciona acentos.
—De Venezuela —respondí, casi con orgullo.
Hubo un pequeño silencio. Luego, uno de los hombres mayores empezó a tararear bajito:
 — Llevo tu luz y tu aroma en mi piel… 
—¡Nooo! —exclamé, entre risas, llevándome una mano al pecho.
Pero ya era tarde: todos siguieron la canción, desafinados pero felices.
— Y el cuatro en el corazón…
No sé si fue el contraste entre la nieve afuera y la calidez de sus voces, pero se me apretó la garganta.
—Ay, no me hagan esto, que me pongo a llorar y se me corre el rímel —dije, secándome los ojos con el dorso de la mano.
—Pues llora, mujer, que se nota que te falta tu gente —dijo el andaluz, con ternura.
El momento se disolvió entre bromas culturales.
—Aquí hace un frío que pela, niña. ¿Cómo sobrevives tú, viniendo de la playa?
—Con capas de ropa y trauma emocional —respondí, haciéndolos reír otra vez.
—Pues dile a tu jefe que te deje ir al spa —intervino una señora con tono cómplice—. Vi en el folleto que tienen jacuzzi, hidromasajes, sauna finlandés y masajes con piedras volcánicas. ¡Eso no lo tiene ni mi suegra rica en Marbella!
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Editado: 02.11.2025