Liebe Con Arepas

Capítulo 10 — ¿Por qué me aceptaron?

El aire frío de la mañana se colaba entre los edificios del complejo, recordándome con cada bocanada que estaba lejos de casa, muy lejos de La Guaira y de mi perro Ajo, que seguro estaría echado al sol mientras yo me congelaba aquí. La nieve crujía bajo mis botas mientras llevaba en la mano la bandeja de café que Tillie me había confiado. Todavía podía sentir el calor de la noche anterior y el eco de mi propio baile en la cabaña de entretenimiento, aunque mi orgullo estaba a salvo por ahora: nadie había mencionado nada delante de Bastian.

—Bueno… todo parece estar bajo control —me dije en voz baja, mientras observaba la nieve reflejando la luz de las primeras farolas.

Pero mi calma fue efímera.

—Fräulein Regalado —dijo Bastian, con ese tono seco que hacía que hasta el viento pareciera tibio—, necesito hablar con usted en mi oficina.

Mi corazón dio un brinco. El “jefe de hielo” me pedía sola. Con cada paso hacia su oficina sentí que mi cara ya había alcanzado el rojo de un tomate maduro. Seguro que hoy mismo me pondría de patitas en la calle por lo de anoche. Si mi hermana se enterara, me miraría con ese ceño fruncido que heredamos de las viejas del barrio, recordándome a todos los antepasados y sus lecciones de dignidad.

—Perfecto —susurré entre dientes—. Todo mi caos venezolano concentrado en un solo momento. Adiós dignidad, hola humillación internacional.

Por un segundo pensé que tal vez debería haber mandado mi currículum a ese anuncio de niñeras en Mónaco y no estar metida en este lío monumental.

—Dios mío —susurré—, ángeles de la guarda, los que están de turno y los que no, ayúdenme.

Mientras subía los escalones hacia la oficina de Bastian, mi mente se convirtió en una especie de telenovela con banda sonora: recordaba mi baile sensual, el pelo suelto, los ojos sorprendidos de Manuel y Tillie gritando “¡Azúcar!”. Todo mientras mi corazón decía: “Si no me despiden hoy, le prometo al mundo que nunca más moveré una cadera en Alemania”.

—Si hoy no me despiden, prometo comportarme —seguí murmurando—. Nada de bailes improvisados, nada de “caos venezolano” en horario laboral. Que Tillie grite “¡Azúcar!” o que Manuel saque las castañuelas; yo me limitaré a trabajar, con las manos bien lejos de la coreografía y mi dignidad intacta… más o menos.

Abrí la puerta y me encontré con su escritorio impecable, todo tan organizado que parecía un escenario de película de terror minimalista: ni una mota de polvo, ni un lápiz fuera de lugar, ni siquiera un resquicio de caos. Yo, en cambio, era un torbellino de bufandas mojadas, chaquetas medio colgadas y botas que habían visto mejores días.

—Siéntese —ordenó, sin mirarme directamente—. Hay algo que debo aclarar.

Me senté, temblando un poco, tratando de mantener la dignidad que, francamente, se me escurría entre las manos.

—Su contratación… —empezó, revisando unos papeles frente a él—, hubo un error. Su nombre fue confundido con el de otra candidata. No era usted a quien queríamos contratar.

Mi café tembló en mis manos, gracias a Dios le había dejado la bandeja a Greta que me miraba con preocupación mientras me dirigía aquí. ¿Qué diablos? Todo este tiempo… y yo creyendo que mi desastre era parte de un plan maquiavélico para ponerme a prueba.

—¿Me está diciendo que… —balbuceé— que todo esto… fue un error?

—Correcto —respondió, levantando la mirada y clavándome esos ojos grises que podían helar un río—. Técnicamente, debería despedirla ahora mismo.

Tragué saliva y miré alrededor de su oficina. Todo estaba impecable, frío y organizado. Yo, en cambio, parecía una tormenta tropical atrapada en botas de nieve.

—Señor Wagner… —empecé, temblando de los nervios y del frío—. Yo… puedo hacerlo. De verdad. Solo… déme una oportunidad. Aprendo rápido el idioma. ¿Es solo por eso, verdad?

Él me observó un largo segundo. Silencio absoluto, salvo por el tic-tac de su reloj de pared, que parecía contar los segundos de mi sentencia. Cada tic me golpeaba en el pecho.

—Oh Dios, oh Dios, oh Dios —pensé—. Si me despide, me voy a convertir en un meme europeo: “La venezolana desastre”.

Entonces, la puerta se abrió de golpe y apareció Greta, con su pelirrojo brillante y su sonrisa contagiosa.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó, fingiendo preocupación, mientras se acercaba a mí—. ¡Nina es increíble! ¡Si me dejas hablar, te demuestro que puede con todo!

Bastian frunció el ceño, pero no interrumpió. Greta puso una mano en mi hombro y me miró con esa mezcla de complicidad y desafío que solo alguien verdaderamente extrovertido puede tener.

—Ella… ha logrado que los turistas españoles sonrían, que Tillie y yo no nos volvamos locas con los pedidos —dijo, enumerando algunos de mis logros—. Además, tiene iniciativa. Mira cómo habla con los huéspedes. Incluso su inglés improvisado no es tan malo.

—Muy bien —dijo finalmente Bastian—. Te daré una oportunidad. Pero esta es tu última advertencia. Si fallas, no habrá excusas.

Sonreí con alivio y emoción contenida.

—Gracias, jefe… quiero decir… señor. Prometo que no lo decepcionaré.

—Eso espero. Y en vez de perder el tiempo exhibiéndose a sus compañeros, póngase a estudiar el idioma —respondió, volviendo a concentrarse en sus papeles.




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