Si alguien me hubiera dicho que aprender alemán sería tan complicado, habría traído una ouija para comunicarme con los verbos muertos y si el alemán fuera una persona, yo ya le habría lanzado el diccionario a la cabeza.
 Después de la reunión con Bastian y la salvada heroica de Greta, juré que iba a esforzarme. Prometí estudiar todos los días, no volver a confundir el “Danke” con el “Bitte” ni decirle “Guten Morgen” a la señora de limpieza a las seis de la tarde. Pero el alemán… ay, el alemán parecía diseñado para probar la fe de los pecadores.
Greta me había ofrecido clases express durante las tardes libres, con té caliente y una paciencia que solo puede tener alguien con alma de santa o con ganas de ver cómo me enredo más.
—Repita conmigo —decía ella, sentada frente a mí con una libreta y una sonrisa—: Ich arbeite im Hotel.
—“Ich arbeite im hotel” —repetí, intentando imitar el acento, pero me salió más parecido a “ich arrábate el motel”.
Greta estalló en risa.
—No, no, no, nicht arrábate! —me corrigió entre carcajadas—. Diga despacio… arbeite.
Yo también me reí, aunque más por nervios que por gracia. Si mi profesora de inglés en el colegio me hubiera escuchado, seguro se lanzaba del balcón del aula.
La puerta del comedor se abrió de golpe.
 Bastian apareció con su habitual aire de tormenta en traje, revisando unos papeles. Se detuvo al verme repetir como loro.
—¿Qué… está haciendo? —preguntó con el ceño fruncido.
—Aprendiendo alemán —respondí, alzando la barbilla con orgullo—. O al menos… intentando.
—Su pronunciación es… peculiar —comentó, arqueando una ceja.
—¡Gracias! —respondí, convencida de que era un cumplido.
Greta se llevó una mano a la frente.
—No fue un elogio, Nina —susurró.
—Ah —dije, sonriendo incómoda—. Bueno, se hace lo que se puede, ¿no?
Bastian dejó los papeles sobre la mesa, se cruzó de brazos y se inclinó apenas hacia mí.
—No diga “arbeite” como si estuviera insultando a alguien. En alemán se pronuncia desde la garganta, no desde el alma.
—¿Desde la garganta? —pregunté, tragando saliva—. Pues mi garganta y yo no tenemos ese talento.
Greta rió bajito, intentando disimular.
Bastian soltó un suspiro de resignación y se dio media vuelta.
—Si va a representar al hotel cuando hable con los huéspedes, procure no hacerlos huir con su… entusiasmo lingüístico.
—¡Oh, no se preocupe! —respondí con mi mejor sonrisa—. Si se van, al menos se irán riéndose.
Lo escuché murmurar algo en alemán, seguramente una oración para que el cielo me iluminara o me callara, no estoy segura.
Han pasado casi mes y medio desde que llegué a Alemania.
A veces aún me parece un sueño. Mi vida se había vuelto una mezcla de frío, café, risas y llamadas por WhatsApp a casa. Envié mi primer pago a mi familia la semana pasada y lloré como si hubiera ganado la lotería, en mi vida había visto tanto dinero junto. Mamá me dijo que Ajo, mi perro, había engordado y que la señora Micaela todavía hablaba mal de mí en la bodega.
Yo casi escupo el café cuando escuché el audio.
“¡Que Bárbara dice que te fuiste a vender tu cuerpo en Alemania! ¡Mira, Nina, si esa muchacha no se calla, le voy a enseñar yo lo que es ganarse la vida con dignidad!”
Esa era mi mamá, la heroína del barrio. Si el mundo se atrevía a tocar su orgullo maternal, temblaban los cimientos del planeta.
Envié un audio de respuesta a mi hermana Shanon, que entre risas me pidió fotos del “jefe guapo”.
Nina: Estoy viva, no me he prostituido, y mi jefe sigue más frío que la Antártida. Pero no te voy a mentir, hermana… qué bueno está el condenado. Después te mando la foto, debo ser muy discreta hermana, pero primero necesito practicar mi alemán para no parecer una turista perdida —le dije, mientras me recostaba en la cama del dormitorio del personal—. Aunque con esta cara de susto, igual parezco.
Ella me respondió con carcajadas y una amenaza:
Shanon: Ni se te ocurra enamorarte de un alemán, Nina. Esos tipos no sonríen ni dormidos.
Le conté también que Greta se había convertido en mi mejor aliada, que Tillie seguía enseñándome palabrotas alemanas por deporte, y que Manuel juraba que el secreto para sobrevivir al invierno era beber vino caliente hasta perder la sensibilidad.
Esa noche me dormí escuchando el viento contra las ventanas y pensando que, a pesar de todo, había empezado a gustarme esta vida nueva.
Ese fin de semana tuve mi primer día libre.
¡Mi primer día libre en un mes y medio!
Greta, Poncho, Tillie, Manuel y yo decidimos ir de compras a Rothenburg ob der Tauber, un pueblito de cuento a una hora del hotel. Todo era tan perfecto que parecía sacado de una postal navideña: casitas de madera, luces cálidas, panecillos con canela y una nieve que caía suave, como en cámara lenta.
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Editado: 02.11.2025