La mañana siguiente amaneció envuelta en una neblina espesa, típica de los Alpes bávaros. Las montañas parecían flotar sobre un mar blanco y el silencio se sentía casi sagrado. Casi. Porque dentro de mi cabeza, todo era un caos.
Intenté concentrarme en mi rutina: tender la cama, limpiar el escritorio, revisar los horarios del día. Pero nada servía para borrar el recuerdo de lo ocurrido la noche anterior.
El beso.
Un solo maldito beso, pero uno capaz de alterar la rotación de mi pequeño planeta interior.
Cada vez que cerraba los ojos, revivía la sensación: su boca firme, la calidez de sus manos, el aroma de su piel. Y luego mi huida torpe, mi orgullo intentando convencerme de que no significaba nada.
—No significó nada —me repetí frente al espejo mientras trenzaba mi cabello—. Solo fue el efecto del alcohol, la adrenalina, el clima, el destino, el karma o todo junto.
Pero incluso mi reflejo parecía burlarse.
Así que decidí hacer lo único que una venezolana en crisis puede hacer: cocinar.
La idea nació mientras desayunábamos con Greta y Tillie. Ellas hablaban sobre un evento del hotel y yo apenas las escuchaba, distraída en mis pensamientos. De pronto, Greta comentó que extrañaba la comida casera de su abuela, y yo, sin pensarlo dos veces, solté:
—¡Hoy cocino yo!
Tillie levantó la mirada, alarmada.
—¿Tú… cocinar?
—Sí —dije, ofendida—. Sé preparar arepas. Orgullo nacional, patrimonio familiar y antidepresivo natural.
—¿Are… qué? —preguntó Greta con curiosidad.
—Arepas —repetí, inflando el pecho—. Oro dorado hecho con maíz y amor.
Y así, sin medir consecuencias, me dispuse a cumplir mi destino: hacer arepas en pleno corazón de Baviera. Por fin le iba a dar uso a los dos paquetes de Harina PAN que mi mamá me había hecho traer envueltos en más plástico que una reliquia del Vaticano. “Esa harina vale más que el euro, cuídala”, me dijo. Y yo, obediente, la traje como si fueran cenizas de Bolívar.
La cocina del complejo era moderna y reluciente. Tenía todo: hornos eléctricos, sartenes impecables, y ese orden alemán que parecía sacado de un catálogo. Yo, en cambio, tenía harina de maíz, un corazón roto y cero experiencia con cocinas ajenas.
Encendí el altavoz del móvil y puse una lista de reproducción de reguetón suave, porque toda venezolana necesita música para cocinar y todo lo demás.
——Un poquito de ritmo y todo sale mejor —murmuré, moviendo las caderas mientras mezclaba la masa — Con tu figura que me atrapa, atrapa, con esas curvas que me matan, matan, bailame yeh, yeh, con esa boca bésame eh, con ese cuerpo arropame — Segui moviéndome al ritmo de la canción de Nacho “Bailame”
Todo iba bien… hasta que no.
La masa se veía demasiado líquida, así que añadí más harina. Después estaba muy seca, así que eché agua. Y así, entre prueba y error, terminé con una textura sospechosamente parecida al cemento fresco.
Pero no me rendí. Calenté el sartén, coloqué las arepas y esperé.
El primer olor fue delicioso. El segundo… preocupante. El tercero ya era puro desastre.
Un hilo de humo comenzó a salir del sartén, y en cuestión de segundos la cocina se llenó de una nube gris.
—¡No, no, no! —grité, agitando una toalla como si pudiera espantar el desastre—. ¡No se atrevan a sonar, alarmas del demonio!
Corrí hacia la ventana, la abrí de par en par y empecé a abanicar el humo. En mi lucha desesperada, no escuché la puerta abrirse detrás de mí.
—¿Se puede saber qué está ocurriendo aquí? —preguntó una voz grave, familiar y peligrosamente calmada.
Me giré, con la harina en la cara y el cabello hecho un nido.
—Buenos días, jefe… —tosí—. Estaba intentando preparar el desayuno para el personal.
Bastian me observó, con una mezcla de desconcierto y resignación. Llevaba un suéter oscuro, el cabello ligeramente despeinado y esa mirada suya que lograba ponerme nerviosa incluso cuando olía a humo.
—Intentando —repitió, cruzando los brazos—. Y casi incendia la cocina.
—No fue tan grave. Solo… una pequeña combustión espontánea —dije, levantando las manos en señal de paz.
Él suspiró, se quitó el reloj, se arremangó las mangas y caminó hacia la estufa.
—Apártese, por favor.
—¿Va a cocinar? —pregunté, incrédula.
—Voy a salvar lo que quede de su experimento culinario.
Durante los siguientes minutos, el “jefe de hielo” se transformó en algo que jamás habría imaginado: un cocinero meticuloso y sorprendentemente paciente. Me explicó cómo debía regular la temperatura. Sus manos se movían con precisión quirúrgica, y la manera en que sostenía la espátula tenía algo indebidamente sexy.
—Así, ¿ve? No con fuerza, con cuidado —dijo, guiando mi mano sobre la masa.
—Ah… sí, claro —susurré, intentando no fijarme demasiado en cómo su piel rozaba la mía.
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Editado: 02.11.2025