Cuando Greta me dijo que el señor “cara de acero inoxidable” quería hablar conmigo, pensé que, por fin, había llegado mi despido oficial. Después del desastre con las arepas, los correos confundidos y el episodio de las cajas de donaciones que casi mando a Finlandia, lo lógico era que me enviaran de regreso a Venezuela con una estampita de San Benito en la maleta. Pero no.
Bastian, impecable en su traje gris y con esa mirada que parece medir el porcentaje de productividad de una persona con solo verla, me dijo con la voz más neutral del planeta:
—Señorita Regalado, necesito una secretaria temporal.
Yo me quedé quieta. Literal, sin parpadear. Como cuando una cucaracha voladora te apunta desde el techo.
—¿Yo? —pregunté, señalándome como si hubiera otra señorita Regalado en la habitación.
—Sí, Usted. —Ni un músculo se le movió—. La señora Isolde saldrá de vacaciones y necesito a alguien que organice los documentos, maneje la correspondencia y… —me miró con una ceja arqueada— no encienda alarmas de incendios.
Tragué saliva. Estuve a punto de decir que eso del incendio fue una reacción química cultural entre el maíz precocido y la humedad bávara, pero me contuve.
—Bueno, yo soy licenciada en Administración —respondí, intentando sonar profesional—. Tal vez no sea la más rápida con el alemán, pero manejo bien las bases de datos.
Él asintió, sin mucha emoción.
—Perfecto. Empiezas mañana.
Y así, señoras y señores, me convertí en la secretaría por cuatro semanas oficial del hombre más cuadrado del continente europeo.
El primer día fue un poema tragicómico.
Bastian me dejó una pila de carpetas que parecían los expedientes secretos del Vaticano, y un correo con instrucciones precisas… en alemán. Yo, por supuesto, saqué mi mejor arma: Google Translate.
El problema es que el traductor y yo no hablamos el mismo idioma. Donde decía “Firma electrónica pendiente”, yo entendí “firma de electricidad”, y casi llamo a un electricista para “autorizar el voltaje del contrato”.
En otro correo, debía responder algo formal a un cliente y terminé escribiendo, según Greta, algo que sonaba a: “Envíele un beso respetuoso al Excelentísimo Señor Franz”.
Sí, un beso.
Pero no todo era tragedia. Greta me ayudaba a corregir los textos antes de que Bastian los viera, y poco a poco fui entendiendo los códigos del alemán corporativo. Aunque, claro, Katrina no estaba muy feliz con mi “ascenso”.
Ah, Katrina. Esa mujer es como un perfume caro que da alergia. Perfectamente arreglada, rubia de catálogo, sonrisa de comercial de pasta dental y ese aire de “soy indispensable” que la hace caminar como si flotara. Cuando se enteró de que yo sería la nueva secretaria temporal, su cara fue un poema expresionista.
—Pensé que yo ocuparía ese puesto, como otras veces señor —dijo, cruzando los brazos frente a Bastian mientras me lanzaba una mirada capaz de congelar un volcán.
—La señorita Regalado tiene formación administrativa —respondió él con calma, sin levantar la vista de su computadora—. Y necesito a alguien con disponibilidad completa.
“Y con más sentido del humor”, pensé yo, aunque no lo dije.
Desde ese día, Katrina se convirtió en mi sombra maligna. Me escondía documentos, cambiaba etiquetas de archivos, y hasta me dio una lista falsa de invitados para el evento de gala de donaciones. Cuando Bastian descubrió el error, su ceño se frunció como una tormenta eléctrica.
—Señorita Regalado, ¿puede explicarme por qué el embajador de Francia no figura en la lista?
Yo tragué aire, me sudaron las manos, y solo atiné a decir:
—Porque… quizá… el traductor pensó que “embajador” era “limpiador”?
Bastian se llevó una mano a la frente. Greta, bendita sea, intervino de inmediato, llamando al organizador para conseguir una copia original. Al final, todo se solucionó, pero Katrina me miró desde el pasillo como si quisiera tatuarme la palabra “incompetente” en la frente.
Una semana después, Bastian apareció frente a mi escritorio. Llevaba su abrigo oscuro, su bufanda perfectamente doblada, y una expresión que no supe leer.
—Necesito que me acompañes a inspeccionar las nuevas cabañas de invierno.
—¿Yo? ¿Otra vez yo? —pregunté, con la voz entre la sorpresa y la resignación.
—Sí. Greta está fuera y necesito alguien que tome nota de los detalles para el informe.
Yo asentí, aunque dentro de mí gritaba: “¡Pero si apenas entiendo los menús del comedor, cómo voy a entender planos arquitectónicos en alemán!”
Aun así, ahí estaba yo, al día siguiente, en un todoterreno negro, con Bastian al volante y un paisaje nevado extendiéndose hasta donde la vista alcanzaba.
El trayecto fue… silencioso. Muy silencioso.
Yo intenté romper el hielo (porque literal, todo era hielo):
—¿Sabía que en Venezuela la nieve solo la vemos en las películas de navidad y los congeladores?
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Editado: 02.11.2025