Liebe Con Arepas

Capítulo 15 — Una cita… accidental

Greta, en su eterna misión de que todos socialicemos, decidió organizar una salida en grupo. Yo, con mi entusiasmo tropical y ganas de pasar un buen rato, acepté sin pensarlo demasiado. Pero el universo tenía otros planes: uno por uno, todos comenzaron a cancelar. Primero Manuel, luego Poncho… incluso Tillie y Sarah alegaron “asuntos urgentes de última hora”. Al final, el grupo que quedaba era Beltrán y yo. No entendí muy bien qué hacía Beltrán en el grupo del personal, pero tampoco me sorprendió, dado su personalidad relajada.

—Bueno… esto es… inesperado —dije, intentando sonar casual mientras lo miraba—. Supongo que podemos improvisar.

Él sonrió, con esos ojos grises que parecían atravesarte y una risa contagiosa que me hacía olvidar por un segundo que Bastian existía y estaba en alguna parte torturando a alguien. ¡Ay, alemán endemoniado! Terminamos en un pequeño café del complejo, entre risas y torpezas mías intentando pronunciar en alemán el nombre de los postres.

—Nina, creo que “Käsekuchen” no significa “pastel de queso con escamas de dragón” —dijo Beltrán, riendo, mientras yo hacía una reverencia exagerada.

—¡Ahhh! —exclamé—. Siempre confundo los idiomas… es como mi superpoder tropical.

Él estalló en carcajadas. La cita improvisada transcurría de manera divertida, sin nada serio entre nosotros, solo risas, torpezas y momentos incómodamente adorables, como cuando accidentalmente derramé mi vaso de jugo sobre la mesa y él trató de alcanzarlo antes de que cayera sobre mis jeans rasgados favoritos, que me niego a dejar de ponerme solo por el aire gélido de las montañas. Los combinaba con unas medias color piel que me mantenían caliente; dentro del complejo, la calefacción era una maravilla, nada comparable con las chimeneas del personal. Aun así, no pasó nada romántico más allá de un par de sonrisas cómplices. Yo respiré tranquila… hasta que me llegó el mensaje que temía: Bastian lo sabía. Voy a matar a Greta.

Cinco minutos después, lo vi supervisando el servicio desde la entrada del salón: la postura perfecta, la corbata impecable y esa mirada de relojero que parecía capaz de arreglar hasta un corazón roto con un solo gesto. Iba de mesa en mesa, ajustando manteles, inclinando la cabeza, corrigiendo cubiertos como si la puesta en escena fuera asunto de estado. Bastian en modo supervisión era algo serio; la sala obedecía su presencia como si fuera ley.

Yo estaba en la otra punta, hablando con Beltrán junto a la ventana —su risa llenaba el ambiente como una taza de chocolate caliente—. Intercambiábamos tonterías sobre la carta y nos reíamos de mis intentos fallidos de pronunciar los nombres de los platos en alemán, cuando noté que Bastian nos observaba. No era una mirada cualquiera: era fría, precisa, que te desnuda sin tocarte.

Sentí cómo se me encogía el estómago. Beltrán lo notó y, divertido, me dio un codazo.

—Tranquila, Nina —susurró—. Mi hermanito está celoso. Es obvio. Y me encanta poder encabronarlo más.

—¿Tu… hermanito? —repliqué, fingiendo broma aunque por dentro me ardía—. Beltrán, dudo mucho que a Bastian le guste que lo llames así. Por favor, no lo provoques.

—Te lo digo en serio —insistió—. Mira cómo habla con las servilletas. Si eso no es enamoramiento, no sé qué será.

Bastian pasó cerca, recogió una ficha del suelo, la dejó con manos mecánicas sobre una bandeja y se marchó con la espalda recta, como si su orgullo se hubiera puesto una armadura extra. Se largó sin decir nada. Hubo en su retirada una fría dignidad que lo hizo parecer una escultura de museo en movimiento. Yo me quedé mirándolo irse, y por primera vez en días sentí que alguien intentaba ponerme en un pedestal… o en una vitrina.

Beltrán no se contuvo y me pellizcó la mejilla con humor.

—Aprovecha, Nina. Ese hermano mío necesita que alguien lo haga vivir de verdad —me guiñó un ojo—. Aunque claro, el otro lo va a negar hasta que se convierta en estatua.

Reí, pero la risa tenía un regusto agudo. Nunca supe si me gustaba ser objeto de esa atención o si prefería mi vida sin pasillos helados observándome.

Al día siguiente, la atmósfera en la oficina fue otra. Bastian me trató con la indiferencia calculada de alguien que guarda piezas de ajedrez en la manga: palabras cortas, correos sin firma cariñosa, miradas que se desviaban. En su lugar, sonreía con esa facilidad glacial a Katrina, intercambiando bromas que a mí me sonaban a cuchillo. Ella se reía con esa risa de anuncio, y yo… intenté acercarme para comentar un detalle del informe.

—Señor Wagner —empecé, intentando sonar profesional—, sobre la lista de invitados…

Me interrumpió con un gesto mínimo: una inclinación de cabeza a Katrina y una frase susurrada que dejó mi intento en el aire. Se volvió a su computador y me ignoró. No hubo discusión, solo un muro blanco y pulcro que me devolvió mi voz destiñida. Intenté otra vez, más directa, y recibí la misma cortina de hielo.

Salí de la oficina con la sensación de que, de algún modo, había pasado de ser música a ser eco.

Esa tarde, con la excusa de “robar Wi‑Fi” para hablar con mi familia (la verdad era que necesitaba oír voces conocidas), me dirigí al restaurante del complejo. Quería sentarme en la esquina, abrir mi chat y que el calor de la pantalla me hiciera sentir menos extranjera. Me detuve en seco: Bastian estaba en una mesa, sonriendo para Katrina, compartiendo un pan, inclinándose con esa educación suya que encendía alarmas en mi pecho. No era una cena fría de trabajo: había complicidad, conversación baja y gestos ligeros. Era, en pocas palabras, una cita.




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