Liebe Con Arepas

Capítulo 16 — Celos culturales

¡Esto fue un error!

Esas cuatro palabras fueron suficientes para mí. Le había abierto mi corazón a ese iceberg ambulante y, a cambio, recibí un pedazo de realidad helada. Todo fue mi culpa, solo mía: entregué mi corazón y permití que un imbécil alemán lo arrojara a las aguas más oscuras y gélidas que podían existir.

Quizás era solo soledad —esa necesidad absurda de encontrar un poco de cariño cuando estás tan lejos de casa—, pero mi estupidez fue colosal. Y sí, me siento una idiota completa. Porque da igual el idioma que hables o el país del que vengas: cuando el corazón se rompe, el sonido es el mismo en todas partes… un silencio largo seguido de un eco que duele.

Las semanas siguientes fueron una versión emocional del invierno bávaro: frías, largas y con más silencios que palabras.

Bastian y yo nos hablábamos lo justo y necesario. Cada interacción era medida, distante, cargada de esa electricidad incómoda que te hace querer sonreír… o huir. Por primera vez decidí darle su espacio. Aunque me retorciera las tripas verlo coquetear con Katrina —con esa facilidad glacial tan natural en él—, entendí que pertenecían al mismo mundo. El de las cenas elegantes, las sonrisas contenidas y los relojes que jamás se atrasan. Yo, en cambio, pertenecía al caos, al sol, a las risas fuertes y a los abrazos que no piden permiso.

Cuando su secretaria, Isolde, volvió de vacaciones, la gala del complejo ya estaba organizada para ese fin de semana. No voy a mentir: nunca había estado tan feliz de volver a mi rutina con el resto del personal. Las risas entre bastidores, los enredos de Greta, las ocurrencias de Manuel… todo eso era mi refugio. Volver a mi gente fue como regresar a tierra firme después de un naufragio emocional.

Ese día me asignaron recibir a un grupo de turistas estadounidenses. Entre ellos había uno que destacaba a kilómetros: alto, guapo, con una sonrisa de comercial de dentífrico y un acento tan marcado que podía oírse desde el otro extremo del lobby.

No tardó en notarme.

Hi there, beautiful (Hola, hermosa) —dijo con un guiño tan exagerado que me dieron ganas de ponerme mis gafas de sol—. Do you come here often? (¿Vienes mucho por aquí?)

Intenté sonreír con educación, aunque mi alma latina gritaba: “por favor, tierra, trágame”.

—Trabajo aquí —respondí, con mi mejor sonrisa de protocolo—. ¿Desea ayuda con el registro?

Pero aquel espécimen no entendía de límites culturales ni de protocolos. Dio un paso más cerca, bajando la voz como si compartiéramos un secreto.

You must hear this a lot, but… you have the most beautiful accent. (Debes escucharlo mucho, pero… tienes el acento más hermoso).

Y justo en ese instante, el aire cambió.

Sentí una sombra a mi lado. Una presencia fría, contenida, con aroma a madera y autoridad germánica.

Bastian.

—¿Hay algún problema? —preguntó con voz baja, tan medida y tan helada que el turista retrocedió medio paso.

El pobre americano lo miró con cara de “Houston, tenemos un problema” y murmuró:
No, no, sir. All good. (No, no, señor. Todo bien).

Yo no sabía si reír, suspirar o empujar a Bastian dentro del lago helado más cercano. Porque si hay algo más desconcertante que un alemán celoso, es un alemán intentando fingir que no lo está.

—Señor Wagner, no pasa nada —le dije en voz baja, con esa sonrisa falsa que uso solo cuando estoy a punto de perder la paciencia.

Él me lanzó una mirada de esas que podrían derretir acero y susurró:
—No puedo permitir que alguien te incomode.

Respiré hondo. Muy hondo.

—Señor Wagner —dije, cruzándome de brazos—, no soy tonta, sé defenderme, y definitivamente debe tener cosas más importantes que hacer que cuidarme. Así que puede volver con su Katrina… y dejarme en paz.

Por un momento creí que respondería con una de sus frases diplomáticas, pero no. Solo me miró, con esos ojos grises que parecen un espejo empañado, y el silencio entre nosotros se volvió tan tenso que ni el viento se atrevía a soplar. Finalmente, exhaló despacio, se enderezó y se marchó, dejando tras de sí un rastro de orgullo herido y perfume caro.

El turista aprovechó para desaparecer, probablemente temiendo que Bastian regresara con refuerzos de la Bundespolizei (Policía Federal Alemana).

Yo, en cambio, me quedé allí, intentando procesar lo ocurrido.

Por dentro, una parte de mí gritaba “bien hecho”, y otra murmuraba “¿por qué diablos me importa tanto?”

Más tarde, cuando lo vi al otro extremo del vestíbulo, hablando con Katrina como si nada, con esa sonrisa suave que nunca me dedicaba a mí, sentí el viejo ardor de los celos disfrazado de orgullo.

Me forcé a sonreír, a seguir con mi trabajo, a fingir que nada me afectaba. Pero en el fondo sabía que algo había cambiado.

Él había cruzado una línea, y yo… había cruzado otra.

Horas después, cuando el turno casi terminaba, lo encontré junto a la barra revisando unos documentos. No me miró. Solo dijo:
—¿Te das cuenta de lo que acabas de hacer?




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