El viernes amaneció con el complejo sumido en un caos elegante. Los preparativos para la gala del sábado ocupaban cada rincón: flores blancas entrando por el vestíbulo, manteles de lino extendidos como olas de mar sobre las mesas del gran salón, copas de cristal que tintineaban con cada movimiento apresurado de los camareros.
Bastian caminaba de un lado a otro con su habitual perfeccionismo germánico, cada palabra suya era una orden y cada mirada un cronómetro invisible que marcaba el ritmo del trabajo. Su voz resonaba por los pasillos con esa precisión casi militar que todos temíamos. Cada indicación suya era breve, seca, y se obedecía al instante. Aun así, nadie trabajaba con más empeño que él. Y por alguna razón que prefería no analizar, mi cuerpo seguía reaccionando cuando lo escuchaba.
Desde aquella conversación en su oficina, me prometí a mí misma mantener la distancia.
Jefe y empleada, nada más.
Ni una palabra fuera de lugar, ni una mirada que pudiera malinterpretarse.
Al principio creí que sería fácil. Pero no contaba con que su sola presencia tuviera la capacidad de alterar mi respiración. Podía sentirlo incluso sin mirarlo: ese perfume discreto, la forma en que su voz cortaba el aire, su control absoluto de todo lo que lo rodeaba. Y aunque intentara fingir indiferencia, cada fibra de mi cuerpo parecía recordarme que no era tan fuerte como pensaba.
Me repetí que no debía mirarlo. Que no debía pensar en él. Pero ahí estaba, a unos metros, junto a Katrina.
Ella, impecable, vestida con un conjunto rojo que gritaba “mírame”.
Él, con esa expresión concentrada que tan bien sabía ocultar lo que sentía.
No supe si fue casualidad o castigo, pero en el preciso momento en que alcé la vista, la mano de Katrina se posó sobre su brazo.
Él no la apartó.
Sentí un nudo en el estómago y giré hacia otro lado, fingiendo revisar los informes.
“Jefe y empleada”, me recordé. “Solo eso.”
—¡Señorita Nina! —la voz de Isolde resonó desde el otro extremo del vestíbulo—. Necesitan su confirmación para guiar al grupo estadounidense.
—Enseguida voy —respondí, ajustando mi carpeta con una sonrisa profesional.
Giré… y lo vi.
Bastian estaba al fondo del pasillo, hablando con Katrina. Claro, por supuesto, estos dos desgraciados parecían tener como pasatiempo hacerme perder la cordura. ¿De verdad no había otro lugar para que esa mujer le respirara encima? No, tenía que ser ahí, justo delante de todos. Y ella, con esa manía de tocarlo cada dos segundos… ¡Por favor! Targaryen caprichosa, bien merecido tienes que Jon Snow te haya apuñalado, gata resbalosa.
Llevaba un vestido rojo que gritaba “mírame, mírame” como alarma de incendio, y él la miraba con esa calma suya que me daba ganas de lanzarle un vaso de agua helada… o la cafetera entera. ¿Por qué demonios tenía que vestirse así? Era una empleada más, debería usar el uniforme como todo el mundo. Además, ¿no tiene frío? “No, claro que no”, pensé, “el hielo no siente el hielo”.
Tragué saliva, enderecé los hombros y seguí caminando como toda una dama: con la misma dignidad con la que una actriz sale del escenario fingiendo que no olvidó su línea... aunque por dentro ya estaba ensayando mentalmente el discurso de homicidio justificado.
El sol de la tarde se filtraba por los ventanales del lobby, bañando el piso de mármol con un brillo dorado. Todo el complejo seguía con el ritmo frenético de los preparativos para la gala. Lo último que necesitaba era repetir el recorrido con el grupo de estadounidenses de Nueva York. Pero ahí estaba yo, con mi sonrisa de “bienvenida al paraíso”, fingiendo que no me dolían los pies ni la paciencia.
Y, por supuesto, ahí estaba él.
El mismo tipo del primer día. El del ego más grande que el Empire State.
—¡Hey, venezolana! —me saludó, quitándose las gafas de sol con una sonrisa de esas que ensayan frente al espejo—. Pensé que había tenido suerte de verte una vez, pero parece que el destino me quiere tentar otra vez.
—O el itinerario —respondí con una media sonrisa—. Aquí las repeticiones son cortesía de la casa.
El grupo soltó una risa general y seguimos el recorrido. Pero el hombre no se dio por vencido. Cada parada era una oportunidad para soltar un comentario: que si mi acento, que si mi cabello, que si “cómo podía alguien trabajar en un lugar tan bonito sin enamorarse”.
Yo respiraba profundo, contando mentalmente hasta diez… en tres idiomas.
Cuando finalmente llegamos al jardín principal, un paraíso invernal con farolas de colores, el tipo se adelantó unos pasos y se me acercó más de la cuenta.
 —Esta noche tengo una cena en el restaurante del ala norte —dijo, bajando la voz—. ¿Por qué no me acompañas? Prometo comportarme. Bueno… casi.
Estaba a punto de darle una respuesta amable y esquiva —la que uno aprende por supervivencia— cuando escuché una voz detrás de mí, firme, gélida y tan controlada que dolía.
—Lamento informarle que la señorita Regalado no estará disponible esta noche.
Me giré tan rápido que casi me tropiezo con él.
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Editado: 02.11.2025