Apenas terminé mi turno, no pude contener la sonrisa que me recorría como un rayo tropical. Les conté a Tillie, Greta y Poncho que Beltrán nos había invitado a todos como su acompañante a la gala. El entusiasmo era palpable: las chicas saltaron de alegría, Poncho se frotaba las manos con esa mirada de complicidad traviesa, y hasta Tillie, siempre tan comedida, no pudo evitar soltar un “¡Esto va a ser épico!”.
—¿Y Manuel? —pregunté, mirando al grupo—. ¿Va a venir también?
—Trabajando horas extra en la cocina —respondió Greta—. Pero dice que al mediodía nos alcanzará en el pueblo.
Perfecto, pensé. Un poco de caos controlado nunca hacía daño, y además, necesitaba un respiro de los pasillos glaciares del complejo y de la presencia inminente de Bastian.
Salimos rumbo al pueblo en el minibús del complejo. Apenas pusimos un pie en las calles adoquinadas, sentí el aroma del pan recién horneado mezclado con café recién molido que escapaba de las panaderías. El sol de la tarde calentaba mi piel y el contraste con el aire del complejo era un abrazo que me llenó de alivio.
—¡Chicos, miren eso! —exclamó Tillie, señalando un escaparate de vestidos—. ¿No es precioso?
—Sí, pero no podemos llevarnos todo —dijo Greta, mientras se acercaba a una perfumería y se quedaba atrapada entre las fragancias—. Este perfume huele a vacaciones y a libertad… y me dan ganas de gritar “¡Aquí estoy, mundo!”.
Poncho, como siempre, no perdía oportunidad de molestarme:
 —Nina, ¿vas a dejar que te arrastre la fiebre del shopping, o vas a sobrevivir con tus compras tropicales?
—Sobreviviré… y seguiré siendo un volcán, por si no lo notaste —le respondí, dándole un codazo juguetón.
Los aromas del mercado se mezclaban: especias secas, castañas recién asadas, el olor del cuero de las tiendas de bolsos. Podía sentir el calor del sol en mis brazos, el tacto suave de la seda de algunos vestidos que Greta me insistía en que probara, y el crujido de la nieve bajo mis botas. Cada sonido, desde las risas de los demás hasta los murmullos de los vendedores, parecía un pequeño alivio del silencio gélido del complejo.
Al mediodía, Manuel nos alcanzó. Llegó con su rostro todavía manchado de harina, pero con esa sonrisa que siempre me recordaba que, aunque el mundo se pusiera imposible, todavía había gente buena y divertida alrededor.
—¿Y yo qué me pierdo? —dijo mientras se unía al grupo, quitándose un poco de polvo de las manos—. ¡Vamos, chicas, que quiero ver cómo Nina convierte esto en una expedición digna de novela!
—Ya verás —respondí, mientras nos dirigíamos a la tienda de zapatos—. Hoy se aprenden lecciones de supervivencia urbana al estilo tropical.
Pasamos horas entre risas, probándonos ropa, discutiendo sobre los precios y tomándonos cafés con crema y canela que me hacían olvidar los susurros helados de Bastian. Incluso hasta me animé a probar unos chocolates artesanales, dejándome llevar por su aroma dulce y la textura cremosa en la lengua.
Cuando finalmente nos dirigíamos de regreso al complejo, la tarde caía como un manto dorado sobre el pueblo. Todo parecía normal… hasta que lo vi.
Bastian.
Estaba de pie junto a la entrada del minibús, con su chaqueta impecable, el cabello perfectamente peinado y esos ojos grises que parecían medir cada partícula del aire. Me observaba con esa calma helada que podía congelar incluso un volcán venezolano como yo.
—Señorita Regalado —dijo, con esa voz baja y firme que hacía que cada palabra cayera con peso de plomo—. Espero que la excursión haya sido… productiva.
Respiré hondo, tratando de que mi corazón tropical no explotara frente a todos.
—Sí, todo muy productivo —contesté, ajustándome el abrigo y tratando de mantener mi tono firme—. La comida y la compañía, todo en orden.
Su mirada recorrió al grupo, pero luego volvió a mí, intensa, inquebrantable.
—Podemos hablar un momento —murmuró, con un tono que era advertencia y curiosidad a la vez.
Mi primer instinto fue sacar excusas:
—Están esperando que llame a casa —dije, levantando mi celular que sostenía en la mano derecha—. Lo siento, debo hacerlo ahora mismo.
Pero antes de que pudiera dar un paso, Greta, Tillie y Poncho nos rodearon.
—Bueno, chicos, nos vemos luego —dijo Poncho con una sonrisa cómplice, empujando a Tillie hacia adelante—. No los quiero ver hablando demasiado sin mí, ¿eh?
—¡Nos vemos! —gritaron las chicas mientras se alejaban, dejando el camino despejado.
Me giré hacia Bastian, que permanecía allí, inmóvil, como un iceberg elegante e implacable.
—Bueno, ¿de qué quería hablar? —pregunté, con un dejo de sarcasmo para proteger mi pulso tropical.
Él avanzó un paso, la distancia que creía segura entre nosotros se acortó peligrosamente.
—De ti, señorita Regalado —respondió, sin titubear—. Me interesa saber cómo logras mantener ese caos latente bajo control mientras sonríes como si nada.
—Ah… ¿el caos? —repliqué, con una sonrisa que pretendía ser despreocupada—. Eso, creo que con práctica, cuando te lastiman tanto aprendes a sonreír desde el dolor.
#2374 en Novela romántica 
#793 en Otros 
#317 en Humor 
comedia humor enredos aventuras romance, romance +16, amorextranjero
Editado: 02.11.2025