El salón principal del complejo parecía salido de una postal navideña diseñada por un millonario con demasiado tiempo libre. Candelabros de cristal, mesas cubiertas de terciopelo verde oscuro, luces doradas que se reflejaban en el mármol. Todo olía a champagne caro, flores blancas y nervios.
El cuarteto de cuerdas tocaba una melodía tradicional alemana, dulce pero solemne, como si cada nota ordenara a los invitados comportarse. Y allí estaban ellos: Tillie, Greta, Manuel y Poncho entrando primero, transformados en versiones refinadas de sí mismos. Tillie, con un vestido color vino que hacía juego con su labial y una sonrisa de quien sabe que se robó la atención del bar. Greta, etérea como siempre, con un vestido azul medianoche que brillaba al moverse. Poncho y Manuel parecían no creérselo, intentando no pisar a nadie con los zapatos nuevos.
Y detrás de ellos… iba yo.
Beltrán me ofrecía el brazo con galantería, y aunque mi orgullo gritaba que no lo necesitaba, lo tomé. Su traje oscuro y perfectamente entallado le daba un aire sofisticado que, debo admitir, no le quedaba nada mal.
Mi vestido era negro, ceñido al cuerpo, con una espalda abierta que Tillie se había empeñado en dejar “así de escandalosa” —palabras textuales—. Su toque de maquillaje había hecho el resto. Nunca me había sentido tan expuesta ni tan poderosa al mismo tiempo. Podía sentir las miradas deslizándose sobre mí como cuchillas suaves, algunas admiradas, otras envidiosas.
Y entonces lo vi.
Bastian.
De pie cerca del estrado principal, vestido con un esmoquin impecable, copa en mano. Su expresión cambió apenas me vio. Primero sorpresa, luego una chispa de algo que no supe si era furia o deseo. Sus ojos grises me recorrieron sin pudor, y por un segundo, el ruido del salón desapareció.
—Te está mirando —susurró Tillie, que había regresado junto a mí con una copa de vino blanco—. Y si eso no es lujuria reprimida, que me quiten el título de celestina.
—No empieces —le respondí, fingiendo indiferencia, pero mi estómago hacía piruetas.
Beltrán, ajeno al terremoto que se gestaba a pocos metros, me ofreció una copa de champán.
—Brindemos por la noche —dijo con una sonrisa que habría derretido a cualquiera.
—Por sobrevivirla —respondí, chocando mi copa con la suya.
La música cambió a una versión más animada de una melodía tirolesa, y las risas llenaron el aire. Los empleados y los huéspedes se mezclaban, y todo parecía ir sobre ruedas… hasta que la voz grave de Bastiana mi espalda rompió mi burbuja.
—Señorita Regalado —me saludó con esa cortesía fría que solo él podía usar para insultar y seducir al mismo tiempo.
—Señor Wagner —respondí, arqueando una ceja.
Tillie y los demás, con una rapidez sospechosa, se escabulleron dejándonos solos.
Bastian me observó unos segundos más, su mandíbula tensa, los dedos girando lentamente el borde de la copa con esa precisión que solo él podía hacer parecer un acto calculado. El resplandor dorado de las luces del salón se reflejaba en su mirada gris, y por un instante, tuve la absurda sensación de que el aire entre nosotros se había vuelto más denso.
—No esperaba verla aquí —dijo finalmente, su voz baja, casi un roce de hielo contra mi piel—. Y mucho menos con… Beltrán.
—Y sin embargo, aquí estoy —repliqué, llevando la copa a mis labios con un gesto que sabía perfectamente medido—. Fue muy amable al invitarme.
El músculo de su mandíbula se movió apenas.
 —No me gusta que se te acerque demasiado —murmuró, tan cerca que su voz se perdió entre los acordes de la orquesta—. No es profesional.
Solté una risa seca, tan falsa como el protocolo que fingíamos seguir.
—¿Profesional? —incliné la cabeza, retándolo con la mirada—. No sabía que bailar o aceptar una invitación amistosa rompía el código de conducta del complejo.
Sus ojos se endurecieron, pero su respiración se volvió más visible, más cargada.
—Sabes perfectamente a lo que me refiero.
—No, la verdad no —contesté, saboreando cada palabra—. Pero si lo que intenta decir es que no le gusta verme con otro hombre… bueno, eso ya no es problema mío, ¿no? —Dejé que mi sonrisa se curvara apenas—. Como tampoco lo es que usted esté acompañado de Katrina. O es que, acaso, eso sí es profesional… jefe.
El tono final lo golpeó donde dolía. Lo vi tensarse, pero su mirada no se apartó de la mía ni un segundo.
—Katrina no es nada para mí —replicó, con una firmeza que intentaba sonar racional, aunque sus ojos lo traicionaban—. Es trabajo, compromiso. Nada más.
—No necesita darme explicaciones, señor Wagner —dije, dándole la espalda con un ademán lento y controlado, aunque por dentro mi corazón latía con rabia y deseo a partes iguales—. Su vida social no me incumbe.
Di un paso, luego otro, dispuesta a alejarme, cuando su voz me alcanzó, baja y áspera, casi una súplica disfrazada de orden.
—Nina.
Me detuve. No debía hacerlo, pero lo hice.
Giré apenas, lo suficiente para encontrarme con su mirada. En ella había algo que no supe nombrar: furia, deseo, arrepentimiento… tal vez todo a la vez.
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Editado: 02.11.2025