Liebe Con Arepas

Capítulo 22 — Bajo el mismo frío

El despertador sonó a las 4:30 a.m., un zumbido insoportable que me hizo querer lanzarlo por la ventana. Dormir había sido un lujo imposible. Aún sentía en los labios el peso de un beso que no debía haber ocurrido, y el eco de una canción que seguía repitiéndose como un hechizo: “Loneliness…”

Maldita sea.

Tillie roncaba en la cama contigua, ajena a mi pequeño colapso emocional. Yo me levanté con torpeza, buscando la linterna en medio del silencio de la madrugada. Afuera, el viento silbaba entre los pinos, arrastrando la nieve recién caída. Las cinco en punto marcaban el inicio de la caminata obligatoria, ese ritual matutino que el hotel imponía a los empleados para “mantener la disciplina y el espíritu alpino”.

Salimos en grupo, envueltos en bufandas, con las linternas titilando sobre la senda helada. Nadie hablaba demasiado. El aire olía a pino y a café mal hecho. Manuel bromeaba con Poncho sobre quién sobreviviría al frío primero, y Greta caminaba a mi lado, en silencio, como si aún procesara los eventos de la gala.

Yo… solo intentaba no pensar en él.

La noche anterior se sentía como una herida abierta: el eco del vino, las luces, la música, las palabras que no se podían retirar. Bastian, Beltrán, Katrina… Todo me pesaba en el pecho como si hubiera pasado un siglo desde entonces.

Respiré hondo.

El sendero bordeaba el lago, aún cubierto por una capa fina de hielo. La luz del amanecer se filtraba apenas entre las montañas, tiñendo todo de azul y gris.

Y entonces, el murmullo se cortó.

Detrás del grupo, una silueta alta, perfectamente erguida, avanzaba con paso firme. El abrigo largo, los guantes de cuero, y esa presencia imposible de ignorar. Bastian Wagner.
Por un segundo, todos se miraron entre sí, incrédulos. Nadie lo había visto jamás unirse a la caminata.

—¿Estoy soñando o el jefe decidió hacerse montañista? —susurró Poncho.

—Calla, que capaz te hace trotar cuesta arriba —replicó Tillie entre dientes.

Pero yo no dije nada.

El director del complejo, el hombre que jamás participaba en esa rutina, el que observaba desde las ventanas con la distancia de quien está por encima de todos, avanzaba ahora junto a los empleados.

Sin escolta.
Sin palabra.
Solo él.

Llevaba un abrigo oscuro y el cabello ligeramente desordenado, como si no hubiera dormido. Sus manos estaban en los bolsillos, y la mirada fija en el horizonte, impenetrable. El grupo se abrió a su paso como si el aire se hubiera vuelto más denso. Nadie se atrevía a hablar.

Sentí su mirada clavarse en mí, fría y contenida, como si nada de lo ocurrido la noche anterior existiera. El mismo hombre que me había besado y que luego había destrozado mis esperanzas y algo mas. Ahora caminaba a mi lado como si fuéramos dos extraños.

—Señorita Regalado —dijo, sin alterar el ritmo de su paso—. Espero que haya descansado bien.

—Perfectamente —respondí con una sonrisa que dolía—. Espero que usted no pueda decir lo mismo.

Su mandíbula se tensó, pero no replicó. Solo siguió caminando, los guantes ajustados, los ojos fijos al frente.

El silencio entre nosotros pesaba más que el aire gélido.

Beltrán apareció unos metros más adelante, sonriendo con ese encanto relajado que tanto irritaba a Bastian.

—Nina, te estaba buscando —dijo, acercándose—. Pensé que podríamos continuar nuestra charla de anoche.

—Por supuesto —contesté, agradecida de tener un salvavidas.

El tono de Bastian se filtró entonces, bajo y cargado de acero:
—Beltrán, te recuerdo que esta es una actividad del personal, no para huéspedes.

—Las ventajas de ser hermano del director supongo—replicó él con calma—. No sabía que necesitaba permiso para hacer ejercicios.

Las linternas seguían moviéndose en la oscuridad, el hielo crujía bajo las botas, pero todo el grupo fingía no escuchar.

Yo podía sentir la tensión ardiendo entre ambos hombres, tan visible que el vapor de su respiración parecía chocar en el aire.

—No me gusta que los huéspedes se relacionen con las actividades del personal —dijo Bastian, mirándolo con esa frialdad que podía quebrar el vidrio—. Aquí, los empleados se concentran en la caminata.

—Entonces quizás debería dar el ejemplo y concentrarse usted también —respondí, antes de poder detenerme.

El silencio que siguió fue brutal. Hasta el viento pareció detenerse.

Bastian giró apenas la cabeza, sus ojos grises prendidos en los míos.
—Le aconsejo que mida sus palabras, señorita Regalado —susurró.

—Y yo le aconsejo que deje de confundir el trabajo con sus… inseguridades —repuse, firme.

Por un instante, creí ver algo en su mirada —una grieta, un destello de algo que no era rabia ni control—, pero se desvaneció tan rápido como había aparecido.

—Lo que ocurrió anoche… —su voz se quebró apenas perceptible—. No debió terminar así.

—Tiene razón —dije con una sonrisa forzada—. No debió ni empezar.




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