Liebe Con Arepas

Capítulo 23 — Bajo cero

El viento aullaba entre los pinos, arrastrando copos de nieve que parecían agujas de cristal. El camino de regreso desde el lago era casi invisible; la tormenta había cubierto todo con un manto blanco, cruel y hermoso. Caminábamos en silencio, apenas distinguiendo nuestras siluetas. Detrás, el grupo intentaba reagruparse, pero una nueva ráfaga los dispersó.

De pronto, un rugido sordo —el sonido de la montaña rompiéndose—.

La ladera a nuestra izquierda se deslizó. No fue una avalancha, pero sí lo bastante fuerte para tragarse parte del sendero.

Gritos. Pasos. Caos.

—¡Nina! —la voz de Bastian atravesó el vendaval.

Intenté responder, pero la nieve me golpeó el rostro, cegándome. Corrí hacia donde creí escucharlo, tropecé, caí. Cuando abrí los ojos, ya no había nadie alrededor. Solo nieve. Solo viento.

Unos minutos después, su figura emergió de la neblina blanca. Alto, firme, cubierto de nieve, el abrigo negro lleno de escarcha.

—¿Estás bien? —preguntó, acercándose de inmediato.

—Sí, solo... no siento los dedos —murmuré, temblando.

—Tenemos que buscar refugio. Ahora.

Su tono era seco, autoritario. No pedía, ordenaba. Me aferró la muñeca y me obligó a caminar detrás de él, guiándome entre árboles torcidos y senderos invisibles. Cada paso era una pelea contra el viento. El hielo crujía bajo nuestras botas.

—¡Puedes soltarme, sé caminar sola! —grité, intentando zafarme.

—No pienso discutir esto contigo —replicó sin mirarme—. Si te caes, te congela el orgullo antes que el cuerpo.

—Oh! ahora hacemos chistesitos —me mofe en su dirección—. Que avance.

—Nina no es momento de sarcasmo —su ceño fruncido.

Lo odié. Odié su voz, su calma, su manera de querer controlarlo todo incluso en medio del desastre.

Pero también… lo necesitaba. El miedo me mordía la piel más que el frío.

Después de un trecho interminable, apareció entre la bruma una estructura oscura: una vieja cabaña de cazador, medio enterrada bajo la nieve. Bastian empujó la puerta, que cedió con un quejido largo y oxidado.

Dentro olía a madera húmeda, a abandono y a humo antiguo. Encendió su linterna y cerró la puerta tras nosotros. El silencio fue inmediato, espeso, casi tangible.

—Quítate el abrigo, está empapado —ordenó.

—No me des órdenes, Bastian. No soy una soldado bajo tu mando.

—No, pero sí una mujer terca que no entiende lo que es la hipotermia.

Arrojé el abrigo a un rincón con un gesto brusco. Él encendió un par de velas y encontró leña seca junto a una vieja chimenea. El fuego comenzó a crecer, proyectando sombras doradas sobre su rostro.

Nos quedamos mirándonos. El sonido de las llamas llenó el espacio. El calor comenzó a filtrarse lentamente, como un respiro.

—Nina… —empezó, sin moverse.

—No empieces con excusas —dije, bajando la mirada—. No me importa lo que dijiste, ya lo entendí.

—No —interrumpió—. No lo entendiste.

Dio un paso hacia mí, con el fuego reflejándose en sus ojos grises.

—Lo que dije fue una estupidez, una de esas frases que salen cuando uno intenta protegerse del dolor y termina hiriendo a quien menos quiere.

—Ah, así que ahora soy una víctima colateral de tu autocontrol —repliqué con ironía.

—No. Eres la razón por la que lo pierdo.

Sus palabras me desarmaron. El tono, la voz rota, la sinceridad casi brutal. Se sentó frente al fuego, apoyando los codos en las rodillas.

—Yo… —suspiró dándome la espalda—. Cuando era niño, mi hermana menor, Becca, murió en un accidente en la montaña. Estábamos de vacaciones en Garmisch. Ella cayó al hielo, frente a mí. Mi madre… nunca lo superó.

Tragué saliva.

—Bastian, yo… no sabía.

—Por eso trato de controlarlo todo —continuó, con la mirada perdida en las llamas era obvio que no quería compasión, orgulloso alemán—. Mi vida, los horarios, las personas. Si puedo preverlo todo, nada se rompe. Nadie muere. Nadie se va.

Se rió sin alegría.
—Pero llegaste tú. Y todo volvió a tambalear.

Mi corazón dio un vuelco. Él levantó la mirada, y su voz se volvió apenas un susurro:
—Beltrán tiene razón, Nina. Estoy perdidamente enamorado de ti. De tu genio, de tu risa, de cómo haces que todo lo que hago parezca demasiado correcto.

El aire pareció detenerse.

—¿Y Katrina? —pregunté, con un nudo en el pecho.

—Es solo una amiga. Nuestras familias tienen un lazo estrecho. Siempre creyó que habría algo entre nosotros y yo… fui demasiado cobarde para negarlo. Pensé que así evitaba la preocupación de mis padres.

—Y mientras tanto, me herías —respondí en voz baja.

—Lo sé —asintió—. Y si pudiera retroceder el tiempo, lo haría.

El fuego crepitó, llenando el silencio con su música salvaje.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.