El atardecer llegó con una claridad implacable. La tormenta había cedido, pero el silencio que dejó era casi peor. Desde la cabaña solo se escuchaba el crujido de la leña moribunda y el sonido de nuestras respiraciones mezcladas.
Bastian seguía dormido, con el brazo extendido sobre mi cintura. Me quedé observando cómo un mechón de su cabello se iluminaba con el reflejo del fuego. Por un instante, pensé que el mundo podía quedarse así: quieto, tibio, sin consecuencias.
Pero el mundo siempre cobra.
Un golpe en la puerta me sacó del ensueño. Otro. Luego una voz, entre jadeante y eufórica:
—¡Señor Wagner! ¿Está ahí? ¡Encontramos señales de paso!
Bastian abrió un ojo, confundido. Yo me incorporé de un salto, intentando buscar mi camisa entre la maraña de mantas.
—No puede ser —murmuré—. ¡No ahora!
—Tranquila —dijo, incorporándose—. Seguro es el equipo de rescate.
Antes de que pudiera decir algo más, la puerta se abrió de golpe. Una ráfaga de aire helado y media docena de linternas irrumpieron en la cabaña.
—¡Ahí están! —gritó uno de los voluntarios, con una sonrisa de alivio—. ¡Los encontramos vivos!
Su entusiasmo se evaporó al segundo siguiente, cuando todos notaron la escena: nosotros dos, bajo la misma manta, el fuego encendido y Bastian… sin camisa.
El silencio duró exactamente tres segundos. Luego alguien —seguramente el del equipo de comunicaciones— murmuró con sorna:
—Bueno… parece que sí encontraron una forma de mantenerse calientes.
Risas contenidas. Bastian se pasó una mano por el rostro con resignación, y yo quise que me tragara la nieve.
—No es lo que parece —intenté decir, pero ya era inútil.
Uno de los voluntarios levantó su celular. Click. El sonido del obturador fue tan fuerte como una sentencia.
—¡Bórrala! —ordenó Bastian, helado.
—Demasiado tarde, jefe —respondió el joven, encogiéndose de hombros—. El grupo ya está celebrando que el jefe y la venezolana están vivos. Eran los únicos que faltaban; los demás están a salvo en el complejo.
Y así, a las seis de la tarde, bajo una manta y con las mejillas encendidas, comprendí que el chisme más caliente del complejo había nacido. Aunque, claro, me alegré de que los chicos estuvieran bien.
Para el anochecer, la foto ya circulaba en todos los teléfonos.
En la cafetería, escuché los susurros. En la lavandería, las risas. En la oficina de administración, incluso los guardias de seguridad intentaban disimular una sonrisa.
—No te preocupes, Nina —me dijo Greta—. Fue romántico.
—¿Romántico? —bufé—. ¡Parece la escena de un reality barato!
—Bueno… —sonrió con picardía—. Al menos sales con buena luz.
—Cállate —dije, rodando los ojos.
Esa misma noche, Katrina decidió dar su golpe.
Apareció impecable, como siempre: botas negras, abrigo de lana, labios color vino y esa sonrisa calculada que solo anuncia problemas.
—Oh, Nina —dijo dulcemente—. ¿Has disfrutado tu fama repentina?
—Si vienes a echarme en tu odio, no estoy de humor.
—¿Mi odio? No, querida. Solo quiero advertirte que esta pequeña aventura puede costarte el trabajo.
Antes de que pudiera responderle, la puerta del comedor se abrió.
Una mujer entró escoltada por parte del personal del complejo. Alta, rubia, con un abrigo gris perla y un porte que silenciaba todo a su paso. Su mirada recorrió la sala con fría precisión hasta detenerse en mí.
—¿Tú eres Sabrina Regalado? —preguntó en perfecto español.
Asentí, tragando saliva.
—Perfecto. Quería conocer a la empleada que ha logrado convertir a mi hijo en la comidilla de todo el complejo.
Su hijo.
Oh, mierda. Justo lo que me faltaba.
Un murmullo se extendió entre los empleados. Bastian, que acababa de entrar, tensó la mandíbula.
—Mamá, no hagas esto aquí —dijo en alemán.
—Al contrario —replicó ella, esta vez en el mismo idioma—. Es el lugar perfecto. Tus empleados deben saber quién eres realmente: el Director Ejecutivo de este complejo, el futuro heredero de los negocios familiares, no un simple gerente jugando a ser guía de montaña. Aquí termina esa fachada, Bastian.
El silencio fue absoluto. Pude sentir las miradas clavadas en mí. La señora Wagner dio un paso más; su perfume caro invadió el aire.
—Y tú, señorita Regalado, espero que tengas la decencia de apartarte antes de que la empresa de mi familia se vea involucrada en otro escándalo. Las oportunistas no suelen durar mucho cerca de los Wagner. Bastian está comprometido con Katrina, quien proviene de una familia respetable y tradicional alemana.
Su voz era dulce y letal. Katrina observaba la escena con una sonrisa satisfecha.
Pero antes de que pudiera responder, Greta se adelantó.
#837 en Novela romántica
#228 en Otros
#116 en Humor
comedia humor enredos aventuras romance, romance +16, amorextranjero
Editado: 18.11.2025