Habían pasado tres días desde que presenté mi renuncia, y cada amanecer se sentía como una cuenta regresiva disfrazada de rutina.
El lunes debía estar en Múnich, lista para empezar mi nuevo trabajo, pero aún seguía allí, entre mi maleta a medio llenar, promesas a medias y un corazón que se negaba a empacar.
Bastian había intentado convencerme de quedarme. Suplicó, razonó, ofreció vacaciones, aumento, ascensos… e incluso un “trato especial” que preferí no preguntar a qué se refería.
Pero yo seguí firme.
O al menos, eso aparentaba.
Por dentro, cada vez que lo veía pasar con ese abrigo gris y el ceño de siempre, algo en mí gritaba: quédate un poco más.
Esa tarde, el complejo estaba más tranquilo de lo normal.
O al menos, eso creía, hasta que escuché unos ruidos extraños viniendo de la oficina contigua a la de administración. Un golpeteo, un gemido ahogado y algo que claramente no era el sonido de un archivador cayendo.
Me asomé apenas un poco, y lo que vi me dejó sin aire: Tillie —mi adorable, medio cubana y torpe Tillie— estaba literalmente sentada sobre el escritorio del nuevo gerente, Markus. Él tenía la camisa desabotonada, y ella, el cabello suelto y la falda peligrosamente al límite del código de vestimenta.
—Oh, por el amor de Cristo Redentor... —susurré, tapándome la boca.
Y justo en ese momento, una sombra se proyectó detrás de mí.
—¿Qué demonios están haciendo? —susurró Bastian, acercándose tanto que sentí su respiración en mi cuello.
—Yo... no sé, yo solo vine por unos papeles y de repente…
—Shh —me interrumpió con una sonrisa contenida—. No los interrumpas. Parece que no somos los únicos con ideas inapropiadas en horario laboral.
Me giré hacia él, con el corazón a mil.
—Yo no tengo ninguna idea inapropiada, señor Wagner. Estoy aquí por motivos estrictamente profesionales.
—¿Ah, sí? —murmuró, acercándose más, tanto que mis rodillas temblaron—. Porque te juro que no parece eso cuando te pones nerviosa así.
—No estoy nerviosa —mentí con toda la dignidad que pude reunir.
—Claro que no —susurró, y su mirada bajó lentamente hacia mis labios—. Entonces no te importará si...
No terminó la frase.
Simplemente me besó.
Fue un beso urgente, contenido, de esos que saben a despedida aunque uno no lo admita.
Yo cedí, un segundo, dos… lo suficiente para recordar todo lo que estaba a punto de perder.
Lo empujé suavemente.
—No hagas esto más difícil, Bastian. Ya tomé una decisión.
—¿De verdad? —preguntó, su voz ronca, con una mezcla de ira y tristeza—. Porque todo tu cuerpo está gritando lo contrario.
—Pues mi cuerpo no firma contratos —repliqué con una sonrisa amarga—. Y mi corazón... bueno, está en huelga.
Él me sostuvo la mirada un instante, como si quisiera memorizarme.
—Eres increíblemente frustrante.
—Lo sé. Y tú eres excesivamente millonario. Por eso esto no funciona.
El silencio que siguió fue tan denso que ni Tillie ni Markus, al otro lado, podían competir con él.
Bastian respiró hondo, se alejó un paso y, en un gesto que dolió más que cualquier palabra, volvió a colocarse los guantes.
Su voz sonó fría, firme, quirúrgica:
—Entendido, señorita Regalado. No pienso disculparme por haber nacido con privilegios. Su salida será procesada el viernes, si es eso lo que realmente quiere.
Nada de “Nina”. Nada de “cariño”.
Solo protocolo.
El Iceman había vuelto.
—Sí, señor Wagner, es eso lo que realmente quiero —mentí, aunque mi voz sonaba quebrada. Ni una octava se acercaba al tono firme que quería aparentar.
No era convincente. Dolía.
Porque hacer lo correcto se sentía espantosamente mal.
—Estás decidida a alejarte de mí... —dijo, con la mirada clavada en el piso—. Entonces es obvio que uno aquí no siente lo mismo que el otro. Y las relaciones unilaterales nunca han sido lo mío.
Hizo una pausa y añadió con frialdad:
—Así que dé por finalizado su contrato. Le diré a contabilidad que prepare su cheque para que pueda marcharse cuando guste. Fue un placer trabajar con usted.
Extendió la mano, pero no fui capaz de tocarlo.
Al ver que no hacía el ademán de estrechársela, se dio media vuelta y se fue, dejándome con la respiración pesada y el pecho vacío.
Cuando salí de la oficina, Tillie me esperaba en el pasillo, con el rostro rojo como un tomate y la blusa al revés.
—Por favor, dime que no viste nada —suplicó.
—Tranquila, solo escuché el informe de... recursos humanos —le guiñé un ojo—. Pero debo admitir que Markus trabaja muy bien bajo presión.
Ella se tapó la cara, riendo y muriendo de vergüenza a la vez. Y yo, por primera vez en días, también reí. De esas risas que duelen, pero alivian. De esas que no curan el corazón, pero al menos lo distraen mientras se parte.
#837 en Novela romántica
#228 en Otros
#116 en Humor
comedia humor enredos aventuras romance, romance +16, amorextranjero
Editado: 18.11.2025