BASTIAN
El amanecer llegó demasiado temprano.
La luz se filtraba por las ventanas del complejo con ese gris pálido que parece juzgarlo todo, incluso a uno mismo. Caminé por el pasillo principal y, por primera vez, no escuché risas, ni tazas chocando, ni los pasos apresurados de ella. Solo el eco hueco de mis propios zapatos resonando en un edificio que, sin Nina, parecía un cascarón vacío.
El rumor ya se había extendido.
El personal no me miraba igual. Algunos bajaban la cabeza con una mezcla de lástima y miedo; otros murmuraban su nombre entre frases cortas que se deshacían cuando yo pasaba. La venezolana. La foto. La renuncia.
Todo reducido a ecos de algo que había sido real, vivo, cálido.
En mi oficina, el café sabía a metal.
No había rastros de su perfume ni del desorden que dejaba sobre el escritorio cuando venía a traerme reportes que siempre terminábamos discutiendo por cualquier tontería. Hasta la silla frente a mí parecía vacía de otra forma, como si la ausencia tuviera un peso propio.
Abrí la laptop sin motivo real, solo para ver su nombre una vez más en la lista de empleados.
Regalado Mouriño, Sabrina Del Carmen. Estado: Renuncia en proceso.
El cursor parpadeó junto a su nombre como un latido obstinado.
Entonces sonó el teléfono.
El identificador mostraba el nombre que menos quería ver en ese momento.
—Mamá. —Mi voz sonó más fría de lo que pretendía.
—Hijo, acabo de hablar con Katrina —empezó, con ese tono de mujer acostumbrada a no ser interrumpida—. Me dijo que finalmente has entendido lo que es mejor para la empresa. Esta fusión nos hará más estables en el mercado. Celebro que hayas puesto las cosas en orden.
—¿Orden? —murmuré, mirando el ventanal—. Siempre serás una mamahuevo, mamá.
Un silencio mortal.
—¿Sabes siquiera lo que significa eso, Bastian? —respondió al fin, escandalizada—. ¿O solo lo repites porque te lo enseñó esa mujer tan vulgar?—dijo al fin, con indignación contenida.
No pude evitar una sonrisa amarga.
—Llamas “orden” —dije con calma— a perder a la única persona que me ha hecho sentir humano en años.
El silencio al otro lado se volvió un muro. Un silencio tenso, largo, casi quirúrgico. Luego su voz regresó, tan afilada como siempre.
—No confundas capricho con humanidad, Bastian. Esa muchacha no es para ti. Hay una vida entera esperándote: una empresa, una familia, un futuro.
—Quizás el futuro no me quiera —respondí con un hilo de voz—. Pero ella sí lo hizo. Y eso no lo arreglas con herencias, ni con apellidos… ni con todo el mercado de valores junto.
Colgué antes de escuchar cualquier respuesta. Antes de decir algo de lo que pudiera arrepentirme.
El reflejo en la ventana me devolvió un rostro que apenas reconocía: el de un hombre que había construido muros de hielo para sobrevivir… y los había visto derretirse por una sonrisa.
Intenté concentrarme en los reportes, en las llamadas, en Markus y su nueva eficiencia mecánica. Pero nada servía. Cada rincón del complejo la nombraba sin decir su nombre: la taza olvidada en la cocina, el aroma de canela en la despensa, una bufanda que alguien dejó sobre el radiador. Todo hablaba de ella. Todo gritaba su ausencia.
La curiosidad terminó por vencerme.
Abrí el navegador y escribí en Google: “mamahuevo significado.”
Los resultados no ayudaron. Pero entre los enlaces apareció la variación: mamaguevo.
Ahí entendí.
—Maldita sea, Nina… —susurré, frotándome el rostro—. Hiciste que le dijera algo así a mi madre.
Definitivamente tendría que disculparme más tarde. Con mucho vino de por medio.
A media mañana, el teléfono volvió a sonar.
Esta vez era Katrina.
—Te escuchas distinto —dijo con voz melosa, esa que usaba cuando quería sonar indispensable.
—Dormí poco —respondí.
—Es natural, después de todo el escándalo que te provocó esa mujer. Pero ya pasó, ¿no? Lo importante es que todo vuelva a la normalidad.
Normalidad. Qué palabra tan absurda.
—Sí, claro. La normalidad. —Fingí una sonrisa que ella no podía ver.
—Perfecto. Cecil está encantada de que vuelvas a Múnich, y tu madre… un amor. Mi padre quiere verte en la junta el lunes.
—Ah, el lunes… —repetí, mirando el calendario.
El mismo día en que Nina estaría también en Múnich. No en mi oficina, sino en otra vida.
Katrina siguió hablando, pero su voz se volvió ruido de fondo.
Cerré los ojos.
Recordé la cabaña, la nieve cayendo tras la ventana, el calor de su risa, sus manos temblando sobre las mías. Y entendí que no hay invierno más helado que el de una despedida mal hecha.
Cuando la llamada terminó, el reloj marcaba las diez y media.
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Editado: 18.11.2025