BASTIAN
El invierno en Múnich tenía una forma cruel de recordarte lo que perdiste.
Las calles parecían hechas de vidrio: frías, frágiles, listas para quebrarse bajo el mínimo paso en falso.
Había pasado un mes desde la última vez que la vi.
Treinta días en los que fingí funcionar, trabajar, respirar… como si el mundo no se hubiera desmoronado en silencio aquella noche. Decidí no volver al complejo. Markus se encargó de todo con la precisión que yo ya no tenía. Su eficiencia mecánica me liberó de responsabilidades… y me encadenó a un vacío más grande.
Me instalé en la sucursal de Múnich, en el edificio de cristal donde el aire huele a éxito y soledad. Las paredes eran blancas, las reuniones idénticas, los días perfectamente estériles. Todo en orden, como mi madre quería. Y, sin embargo, cada cosa que hacía parecía una parodia de lo que había sido mi vida antes de ella.
La vi por primera vez una tarde cualquiera, cruzando la plaza frente al café donde solía ir antes del trabajo. No buscaba nada. Pero el destino, con su humor cruel, decidió que al doblar la esquina, ahí estaría Nina: el abrigo beige, el cabello suelto, los auriculares puestos y esa manera distraída de caminar, como si el mundo fuera un ruido de fondo.
Me quedé quieto.
Observándola desde la acera contraria. El corazón, ese traidor, golpeaba como si quisiera recordarme que seguía vivo.
No me atreví a acercarme.
No después de haberla dejado ir, no después de haber convertido en hielo todo lo que tocábamos.
Así que la vi alejarse.
Una silueta contra el invierno, desapareciendo entre la multitud, y yo ahí, inmóvil, condenado a mirar cómo mi vida se iba en dirección contraria.
Pasaron días. Semanas.
La rutina se volvió un castigo elegante: cafés sin sabor, reuniones que no escuchaba, llamadas que no quería atender.
Por las noches, el insomnio se sentaba a mi lado, fiel como un perro viejo.
A veces me sorprendía abriendo su chat solo para mirar el último mensaje que nunca respondió. O escribiendo algo que siempre terminaba borrando.
Respetar su decisión… qué frase tan absurda cuando lo único que se desea es romperla.
Un mes después, todo parecía igual. O al menos, eso fingía.
Hasta esa mañana.
Eran las diez. Había salido de una reunión con inversionistas y, sin pensarlo demasiado, entré a la misma cafetería al final de la calle Leopold donde la había visto aquella vez.
Fue el azar —o la maldita costumbre—, pero ahí estaba.
Nina.
En una mesa junto a la ventana, Sonreía.
No a mí, por supuesto. Sonreía a él: un hombre que hablaba demasiado cerca, con la confianza de quien no teme perder nada. No lo pensé. Ni siquiera me reconocí. Crucé el lugar con la determinación del insensato.
—Vaya —dije al llegar a su mesa, mi voz sonando más tranquila de lo que mi sangre permitía—. No sabía que el café en esta zona incluía compañía ejecutiva.
Nina levantó la vista, y su sonrisa se congeló.
Ella me vio al último momento, y su sonrisa se congeló.
—Bastian… —murmuró, casi sin voz, con ese tono que mezclaba sorpresa, rabia y algo más peligroso: nostalgia.
El hombre giró, confundido. Yo solo lo miré. Ni una palabra, solo la clase de mirada que congela la sangre.
—No me respondiste —dije, la voz baja, contenida, tan afilada que me dolía incluso pronunciarla.
Nina se quedó en silencio.
El tipo, valiente o ingenuo, extendió la mano.
—Soy Adrien. Compañero de trabajo de Nina.
No la tomé.
—Compañero —repetí, probando la palabra como si me supiera a mentira—No sabía que eras tan rápida para reemplazarme —dije, sin poder evitar el veneno en mis palabras—. Apenas un mes y ya tienes a alguien más firmando tu contrato emocional.
—¿Qué demonios haces aquí? —me espetó, poniéndose de pie. Su voz era baja, pero cargada de furia contenida—. ¿Me estás siguiendo?
El hombre intervino, incómodo:
—Disculpen, quizás sea mejor que…
—Sí, claro, quizás sea mejor que te vayas —dije con una sonrisa gélida.
El pobre tipo se levantó, miró a Nina con incomodidad y se fue sin mirar atrás.
El silencio que quedó pesaba como plomo.
—Eres un idiota —escupió ella, sus ojos ardiendo de incredulidad—. No tienes derecho a irrumpir así en mi vida, Bastian. Tú fuiste el que quiso poner punto final.
—¿Ah, sí? Porque recuerdo que fuiste tú quien dijo que no pertenecías a mi mundo.
—Y no pertenezco —replicó, temblando—. No me mires así. No vengas a envenenarme otra vez con tus silencios, con tus malditas medias verdades.
—No vine a envenenarte. Vine a confirmar lo que ya sabía.
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Editado: 18.11.2025