Liebe Con Arepas

Capítulo 30 — Lo que el invierno no logró borrar

NINA

El mensaje llegó sin previo aviso.

Una vibración suave sobre la mesa del café, entre el aroma del espresso y el rumor constante de la ciudad. No tenía remitente guardado con nombre, pero no hizo falta. Hay cosas que uno reconoce con el alma antes que con los ojos.

Te extraño.

Dos palabras.

Nada más.

Y sin embargo, el mundo pareció detenerse.

El vapor de la taza ascendió como una niebla entre lo que era y lo que ya no sería. Afuera, la gente seguía caminando bajo un sol pálido de invierno, los autos pasaban, la vida continuaba. Pero dentro de mí… todo se desordenó.

Cerré los ojos.

Y ahí estaba él, como si el mensaje tuviera su voz: ese alemán grave y contenido, ese tono que siempre parecía dictar órdenes incluso cuando pedía amor. Mi pecho dolió, no por la distancia, sino por la claridad repentina de entender que todavía lo llevaba dentro.

Desde que dejé el complejo, había hecho todo lo posible por construir una nueva vida. Un apartamento pequeño, una rutina predecible, un empleo que me mantenía ocupada lo suficiente para no pensar.

Las noches se llenaban de llamadas con mi hermana, risas con Tillie y Greta, y alguna que otra salida al bar Azúcaaar, donde la música cubana intentaba rescatarme del silencio. Bailar entre extraños me hacía sentir que podía seguir siendo esa mujer chispeante que alguna vez fui antes de él.

Libre.
Invulnerable.
Pero bastaron dos palabras para destruir esa ilusión cuidadosamente edificada.

Te extraño.

Leí y releí el mensaje hasta que las letras se volvieron irreales, flotando sobre la pantalla como un espejismo. Una parte de mí quiso responder.
Otra —la más orgullosa, la más herida— quiso borrarlo, fingir que nunca había existido.

Respiré hondo.

Munich tenía un aire distinto, más seco, más limpio. No era el aire de las montañas, ni olía a pino ni a nieve. Aquí olía a distancia, a orden, a futuro. Y, sin embargo, ninguna ciudad, por muy grande o brillante que fuera, podía competir con el recuerdo del calor de su piel frente a la chimenea, de su voz diciéndome “no te vayas” sin palabras.

Apreté el teléfono entre mis manos.
No respondí.
No podía.

Porque si lo hacía, sabía que volvería a él.
Y si volvía, me perdería por completo.

Guardé el móvil en el bolso, apuré el café que ya estaba frío y sonreí a la camarera como si nada. Pero mientras salía del local, la verdad era otra: Cada paso que daba me dolía, como si el suelo mismo se resistiera a dejarme avanzar.

Caminé bajo el cielo gris de Múnich, entre los edificios altos y la gente que no sabía nada de mí, pensando que quizá el amor es eso: una herida que uno aprende a esconder debajo del abrigo, pero que nunca deja de sangrar del todo.

Y aunque no lo admitiera en voz alta, en algún rincón de mi corazón —ese que todavía no se resignaba a olvidarlo—, sus palabras seguían latiendo con obstinada dulzura:

Te extraño.

Cuando dejé el complejo, sentí que algo dentro de mí se desprendía como una capa de piel vieja.

No dolía todavía.

Era una sensación distinta: la de estar a punto de nacer de nuevo… o de desaparecer del todo.

Múnich me recibió con una calma extraña, casi aséptica. Las montañas quedaron atrás —las recordaba desde la ventana de mi habitación, con su nieve suspendida como un secreto que nadie se atrevía a romper—.

Allí el aire mordía, pero sabía a libertad. Aquí, en cambio, el aire olía a tránsito, a pan recién horneado, a conversaciones ajenas que se mezclaban con el vapor de las cafeterías. La ciudad no era amable, pero era anónima, y eso era justo lo que necesitaba.

Encontré un pequeño apartamento cerca de Schwabing, con paredes color crema y una ventana que daba al patio de un edificio antiguo. Por las noches, podía escuchar a un violinista practicar en el piso de arriba. A veces desafinaba, y por alguna razón, eso me hacía sentir acompañada.

El trabajo en AetherCop, una empresa dedicada al desarrollo de tecnología aeroespacial aplicada a la navegación y comunicación satelital, era algo muy distinto a todo lo que había hecho antes.

Había pasado de limpiar mesas y habitaciones y guiar a huéspedes en un complejo de montaña a coordinar equipos de ingenieros, programadores y proveedores internacionales, lidiando con cifras que daban vértigo y con plazos que parecían medirse en órbitas, no en semanas.

Como administradora industrial, mi función era mantener el flujo perfecto entre la parte técnica y la humana: traducir los requerimientos de los científicos a un lenguaje que los inversores entendieran, y viceversa. Era un trabajo que exigía precisión, pero también tacto.

El entorno era tan sofisticado como intimidante; paredes de vidrio, pantallas proyectando mapas estelares y prototipos de microchips que costaban más que un apartamento en el centro de Múnich. Sin embargo, había algo en ese orden controlado que me resultaba extrañamente reconfortante. Tal vez porque, por primera vez en mucho tiempo, mi caos interior servía para sostener algo que no se desmoronaba.




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