Liebe Con Arepas

Capítulo 31 — Cumpleaños feliz.

Halloween. Múnich.

El problema de los cumpleaños es que uno siempre espera menos de lo que la vida da… o más. En mi caso, definitivamente menos, no estaba de humor para celebrar nada, pero mis amigos tenían otras ideas.

Poncho y Manuel tocaban la puerta como si quisieran derribarla, mientras Tillie intentaba dar órdenes desde el pasillo y Greta gritaba que, si no abría, entraría con Markus a cargarme “como un saco de papas latinoamericano”.

—¡Ya va! —grité, tratando de no sonar muerta por dentro.

Hasta el aire se reía de mí.

Seis meses, seis meses sin verlo, seis meses desde aquella cafetería donde Bastian Wagner se plantó frente a mí como si no hubiera roto nada, como si el tiempo fuera un mantel que podía extender sin arrugas entre los dos.

Y aun así dolía.

Respiré hondo, mi disfraz de Halloween era bastante sencillo: un vestido gotico manga largas negro ajustado hasta el muslo, medias de red, un sombrero puntiagudo, si era una bruja que Greta decía era “demasiado perfecta para mi aura de mujer peligrosa”.

—¡Cumpleaaaños feliz! —cantaron todos cuando abrí la puerta.

—Por favor, no. —Les pasé por el medio—. Ya les dije que no quiero…

—Nina, mi amor, tú cumples años una vez al año —interrumpió Greta, empujándome suavemente hacia el ascensor—. Pero antojos de reggaetón viejo tenemos todos los días.

—¿Dónde queda lo viejo? —preguntó Markus muy serio.

—En tu actitud, mi cielo —respondió Tillie, dejándole un beso en la mejilla.

Reí sin querer.

Habían logrado lo que nadie en meses: hacerme olvidar un poco el peso en la caja torácica.

“Azúcaar” estaba más llena que nunca.

Calabazas fluorescentes. Luces púrpura. Humo artificial. Y un DJ vestido de vampiro que parecía haber leído un manual titulado: “Cómo reventarle las neuronas a la gente con bajos innecesarios”.

Mi equipo del trabajo también estaba ahí. Adrien se acercó en cuanto me vio.

—¡Ma belle! —dijo exagerando su acento francés, porque sabía que me daba risa—. ¡Feliz cumpleaños, bruja de las arepas!

—Por favor, calla —le dije entre risas mientras me abrazaba.

Adrien Kirschner era… complicado de describir. Divertido, brillante, encantador. Una mezcla de golden retriever y hacker millennial. Y siempre olía a café caro.

—Te traje un regalo. —Sacó un pequeño sobre—. Pero no lo abras hasta que estés ebria, así te gusta más.

—Eres idiota.

—Mais oui.

Le di un golpe amistoso en el brazo.

Por un instante pensé que todo estaría bien.

Por un instante… hasta que sentí un cambio en el aire.

Una corriente, una presión detrás de la nuca, una presencia que conocía demasiado bien, como un eco tatuado en mi piel. Me congelé.

Greta me lanzó una mirada significativa desde la barra, Poncho se llevó la mano a la boca como si fuera a gritar, Manuel susurró un “mierda, ya llegó” demasiado obvio. Y Tillie me dio una palmada en la espalda como si fuera a empujarme a un ring de boxeo.

—¿Qué… qué está pasando? —pregunté.

Pero la respuesta ya la estaba escuchando… detrás de mí.

La voz grave, más baja que la música, más peligrosa que cualquier monstruo de Halloween.

—Feliz cumpleaños, señorita Regalado.

Todo mi cuerpo se tensó.

Bastian.

Dios.

No.

Sí.

No.

Sí.

MIL NO Y UN SÍ EN MEDIO.

Me giré despacio, como si eso fuera a ayudar a controlar los latidos que amenazaban con romperme las costillas.

Y ahí estaba.

Bastian Wagner, mi iceman personal.

Traje oscuro, camisa negra, sin corbata. El pelo más largo, ligeramente revuelto, como si hubiera aterrizado de un avión… o de una tormenta. La barba recortada, los ojos más fríos y más cálidos al mismo tiempo.

Habían pasado seis largos meses de la forma más lenta e injusta posible, pero aquí estaba él volviéndo aún más devastador que nunca y yo me sentía hecha una mierda.

—Volviste —fue lo único que pude decir.

—No volví. —Su mirada descendió despacio por mi disfraz, y ese gesto me derritió la espina dorsal—. Vine por ti.

El mundo entero desapareció, la música dejó de existir, las luces también, solo quedábamos él y yo… hasta que Adrien, inocente y suicida, intervino.

—Eh… lo siento, ¿nos conocemos? —preguntó, extendiendo la mano.

Yo tragué saliva.

Oh no.

Oh Dios no.

Bastian ni siquiera miró su mano. Otra vez.




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