• VECINOS •
«Lea, lo siento. Te amo»
Con un fuerte grito me desperté alrededor de las seis de la mañana, empapada en sudor. De nuevo había tenido aquel sueño. Tenía el pecho acelerado y los ojos llenos de lágrimas. Ya no era una sorpresa que despertara de esta manera, mis constantes pesadillas eran las culpables de todo, hacía un largo tiempo que las tenía y era la primera vez que duraban tanto. Mi cuerpo estaba temblando, pero sabía que no era de frío, aun así, cuando logré reponerme, me puse de pie y caminé hacia la ventana.
Una vez ahí solté un largo suspiro.
Por un largo rato me quede ahí y en ese lugar, esperando el amanecer hasta que de pronto, unos cuantos golpes detrás de la puerta llamaron mi atención. No me fue difícil sonreír, imaginar aquella mujer de cabellos blancos y ojos como los míos hacen que por un momento me ponga feliz, sin embargo, tuve que borrar mi sonrisa al ver mi reflejo en la ventana.
Detestaba verme así, con el cabello cenizo, largo y liso que para el colmo está revuelto y sin brillo, al igual que mi rostro que está más pálido de normal debido al frío que hace en estos momentos; mis labios están azulados y el color tan peculiar de mis ojos se turba de nuevo por aquella agua salina, eso sin mencionar lo rojos e hinchados que están por culpa de mis lágrimas.
Maldición.
Yo no era así.
Dejé de mirarme, limpié mi rostro y fui hacia la puerta. Detrás de ella mi abuela me estaba mirando, no fue necesario que me preguntará algo, tanto Marie como yo ya estábamos acostumbradas a este tipo de cosas. Le sonreí un poco y ella también hizo lo mismo conmigo.
Nos miramos unos momentos más y fue todo.
Una vez que ella se fue, tuve el tiempo suficiente para arreglarme, me hice una coleta, me maquillé tenue y me cambié con lo primero que encontré en el armario, aunque cuando lo estaba haciendo un par de ruidos molestos se colaron a través de mi ventana.
Fruncí el ceño y caminé hacia ella, varios camiones de mudanza estaban llegando, todos de diferentes tamaños. Elevé una de mis cejas y los miré confundida al tiempo en que me preguntaba: ¿Qué clase de tontos podrían estarse mudando?
Este lugar no es precisamente uno de los mejores, tampoco es una maravilla. Hace frío, es horrible y todo el tiempo está lloviendo, exceptuando los días de primavera cuando las flores crecen y el sol las cubre con sus rayos por un breve periodo de tiempo.
Meneé la cabeza y regresé de nuevo al interior de mi cuarto, fue entonces que, al girarme, noté frente a mí el retrato de mi familia.
Apenas y una leve sonrisa apareció en mis labios. Yo estaba en medio de mis padres sonriendo junto a mi pequeño hermano. Dejé de mirarlos y sin volver a pensar en ellos fui al comedor.
Sabía que tenía que superar lo que nos pasó, sobre todo porque Itan aún me necesita.
Para cuando llegué a la cocina, mi abuelo fue el primero en saludarme. Es un hombre alto, de barba y cabello blanco. Bastante apuesto en realidad. No le contesté, solo sonreí en respuesta, aunque poco después tuve que ampliar mi gesto porque la eminente voz de mi pequeño hermano de ocho años llamó mi atención. Si había algo o alguien que me hiciera sonreír de una manera tan natural ese era él: Itan.
—Parece que hoy estás muy animado.
Le dije de la misma forma en la que él me había saludado mientras sacudía su lindo y esponjoso cabello plateado.
—Sí y mucho. —Me contestó con una enorme sonrisa, de ese tipo de sonrisas en las que parece que no cabe la felicidad en tu alma—. El abuelo me llevará a dar una vuelta más tarde al lago. Iremos a pescar después de que regresemos de ver a los Hattaway.
Tras oír aquel apellido mi gesto se descompuso. Odiaba con todas mis fuerzas a esa familia. Los detesto, son unos completos huraños, sobre todo Arlus, su hijo, al cual no había visto en más de dos largos años y al cual esperaba no volver a ver a nunca. Había muchos rumores a la redonda que decían cosas extrañas sobre él, sin embargo, eso no era algo que me interesara.
Hice una mueca y mi abuela pareció notarlo.
—Cariño... —Me dijo luego de unos segundos—. Sabes que los Hattaway son algo especiales.
Al escucharla entrecerré mis ojos y suspiré sin ganas.
«¿Especiales?». Pensé.
La verdad lo dudaba. Los Hattaway no son más que otra familia bien acomodada. Por mucho tiempo ellos han estado aquí, en el condado. Yendo y viniendo de generación en generación. Se creen dueños de todo y de todos, aunque son unos ermitaños.
—Oh, enserio —espeté con molestia, ya no tenía caso seguir ocultando mis sentimientos—. Pues yo pienso que son demasiado odiosos y que utilizan al abuelo y a mi hermano para hacer que yo vaya más tarde por ellos —dije, sentándome a la mesa—. Desde que llegué aquí es lo único que me han demostrado, además, últimamente les hacen muchas visitas.
Y era cierto, antes de mudarme con mis abuelos, los Hattaway muy pocas veces lo llamaban.
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Editado: 10.08.2020