Linaje: Secretos de Sangre

Capítulo XXVI: Ultimátum

• ULTIMÁTUM

Luego de que Edward se fuera me quedé en la cama pensando, otra vez Itan hablaba solo, hacía un par de días que lo hacía y yo no sabía por qué. Ya se lo había preguntado, pero al igual que antes no obtuve respuestas.

Con algo de dolor entre mis piernas me incorporé, luego me miré en el espejo y pude notar lo distinta que me veía.

Sonreí.

Por primera vez me gustaba ver mi reflejo.

Me sentía feliz, aunque aquel sentimiento desapareció cuando un ligero olor en el ambiente me hizo fruncir el ceño. Varias veces tape mi nariz, tratando de contener las náuseas que sentía. Chasqueé los dientes y bajé a los pies de la cama esperando encontrar algo, pero al hacerlo algo extraño me sorprendió.

Del otro lado de la cama se encontraban los pies blancos de una mujer, eran perfectos. Las uñas de sus dedos estaban pintadas de un rojo brillante.

Por instinto me lancé hacia atrás, golpeándome contra el mueble que estaba a mis espaldas.

No me quejé, aunque aquello me había dolido demasiado, fue entonces que, al tocarme pude escuchar una suave carcajada.

«No», pensé al recordarla.

No quería encontrarme con ella, sin embargo, cuando levanté la vista y la miré, me tensé.

Su risa burlona me asustaba.

—Deberías ver tu rostro —dijo ella—. Es tan dramático.

Su voz tenía un ligero tono de resentimiento.

Me había quedado sin habla y más lo hice cuando sitúe mi mirada en sus ojos. Podía vislumbrar en ellos la vileza de su alma, si es que tenía una.

Tragué duro, aunque lo hice en seco.

Ella ladeó ligeramente su cabeza y luego se levantó.

—Amelia... —balbuceé en voz baja.

Mi voz había sonado demasiado distante.

Estaba aterrada. Apenas si había podido proferir su nombre debido a la impresión que tenía en estos momentos, sin embargo, ella solo sonreía, dichosa, jubilosa, hermosa. ¡Maldición! Debía estar loca por pensar en que Amelia se veía realmente preciosa, su belleza era perfecta.

—Querida, soy un vampiro. ¿Recuerdas? —inquirió con placer e ironía—. Mi belleza es incomparable —dijo de forma monstruosa.

Me estremecí.

Sus palabras eran sensuales y vanidosas.

Por alguna razón mi cuerpo me decía que tenía que moverme, correr, escapar de ella y huir lo más lejos que me fuera posible, pero los músculos de mis piernas se negaron a responderme.

Estaba temblando al mirar sus temibles ojos marrón que parecían matarme.

—Créeme que lo que deseo. Quiero asesinarte —susurró en un tono profundo y sin dejar de mirarme.

Al oírla, abrí mis ojos tanto como pude, obligándome a reaccionar y, tal vez fue mi deseo o el propio miedo que me hizo poner de pie. Di media vuelta y sin esperar a más eché a correr, aunque no pude dar más allá de unos cuantos pasos porque de inmediato mi pecho chocó contra lo duro de un mueble.

El impacto me había dolido demasiado. Amelia me tenía presa entre el mueble y una de sus manos.

—Como si te fuera a dejar escapar.

La escuché decir a mi oído.

A pesar de que intentaba empujarla con el resto de mi cuerpo para liberarme no pude hacerlo, ella solo me estaba tocando con la punta de uno de sus fríos dedos y yo parecía como si estuviera siendo aplastada.

—¡Maldición! —gruñí por lo alto.

Odiaba ser tan frágil.

—Así son los humanos, querida. Son tan débiles —dijo y me soltó—. Aunque a veces suelen ser algo interesantes.

Tenía ganas de llorar, pero no iba a darle el gusto de verme como ella quería. Muy dentro de mí lo soporte. La miraba con determinación y malicia, sin embargo, ella ni siquiera se inmuto, al contrario, sonrió.

La vi caminar por toda mi habitación, parecía ser alguien muy lista.

Su andar era impecable. Sus pasos no hacían ningún tipo de sonido.

«Maldita», pensé y en menos de un segundo me vi acorralada de nuevo por ella, aunque esta vez la miraba de frente.

—Siempre —dijo.

Me quejé un poco al sentir alrededor de mi mandíbula sus fríos dedos que quemaron mi piel.

Amelia me presionaba con rudeza, no estaba siendo nada amable.

La miré sonreír.

¡Maldición!

Comprimí fuerte los ojos sin poder evitar que un par de lágrimas se me escaparan.

—Amelia, basta. ¡Suéltame!

Alcancé a musitar, pero eso solo la incito a acercarse más a mis labios.

Cerró sus ojos y aspiró, llenándose de mí hasta saciarse. Con cada respiro que ese maldito ser daba yo podía sentir el éxtasis que le provocaba y que a su vez también me excitaba, y con un demonio, yo debía estar mal de alguna parte o debía haber algo malo con ellos ya que, con tan solo sentirlos cerca, mi cuerpo reaccionaba de una manera extraña.




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