Lindas responsabilidades vol.1

CAPITULO 3 FATIGA

Capítulo 3:
Fatiga

Samantha, sin mirar a nadie, dice con tono suave y cálido:

—Pensé que tendrían hambre. Siéntense, la comida casi está lista.

Los niños, temerosos, se acercan poco a poco.

Ángel acomoda con cuidado a la niña dormida sobre el sofá, arropándola con su propio suéter.

Samantha sirve los platos. Los niños lo miran, como si buscaran permiso con la mirada.

—Vamos... coman —dice Ángel, su voz visiblemente agotada.

Da dos pasos y colapsa. Su cuerpo cae sin resistencia, como si el peso emocional lo hubiera vencido.

Ángel despierta.

La habitación está oscura, iluminada apenas por el resplandor azul de una computadora encendida en una esquina. Su cuerpo yace en el sofá, cubierto por su cobija favorita.

Se incorpora lentamente. Escucha la voz cálida de Samantha, dándole las buenas noches a los niños. Habla en susurros como si acariciara el aire.

Ella se acerca al verlo levantarse.

—¿Estás bien? —pregunta, con preocupación en la mirada.

—Sí... no te preocupes. ¿Cuánto... cuánto dormí? —dice él, desorientado.

Samantha camina hacia la cocina. Su respuesta viene sin sorpresa:

—Más de doce horas.

Ángel suspira. Se encierra en el baño y se da una ducha.

Mientras el agua cae sobre su rostro, deslizándose por los hombros, se formula una pregunta que le pesa más que cualquier cansancio físico:

—¿Qué voy a hacer?

Al salir, las luces de la sala están encendidas. Sobre la mesa hay dos platos de caldo de pollo que todavía humean, y el aroma cálido llena el ambiente.

Samantha llega con los cubiertos. Lo invita a sentarse con un gesto sereno.

Comen en silencio durante unos segundos, hasta que ella rompe la quietud:

—¿Cuál es el plan?

Ángel baja la cuchara. Su voz suena vacía, como si hablara desde un pozo emocional:

—No hay plan. No sé qué voy a hacer.

Samantha suelta una pequeña risa.

—Es entretenido verte frustrado. Pero no tienes que hacer todo esto solo. Yo te ayudaré... con la empresa, y con los niños.

Ángel la mira, confundido:

—¿Por qué quieres ayudarme? No tengo cómo pagarte.

Ella, manteniendo esa extraña actitud juguetona que disfraza heridas, responde:

—Te lo diré... pero primero contesta tú: ¿por qué te empeñas en ayudar a estos niños?

El silencio lo rompe la respiración de Ángel, profunda, dolorosa.

—Tenía seis años. Mamá había muerto. En menos de una semana, papá se marchó... Solo quedamos mi hermano y yo. Solos en la casa...

Su voz empieza a quebrarse, pero él sigue:

—Cuando un orfanato nos acogió, Bernad ya estaba enfermo. Murió antes de cumplir cuatro años.

Samantha queda en silencio. La empatía se dibuja en su rostro.

—Perdón... yo no quería...

Ángel la interrumpe con voz contenida:

—Durante cinco meses nadie nos ayudó. Comíamos de la basura. No puedo... no puedo simplemente voltear hacia otro lado.

Ella respira hondo, mira la mesa como si buscara respuestas entre las migas de pan.

—Ahora creo... creo que es mi turno —dice, su voz teñida de tristeza.

—No tienes que hacerlo —responde Ángel.

Samantha aprieta los labios, como si guardara algo que ha evitado contar por años.

—Tenía una sobrina. Se llamaba Deisy. Yo... yo estaba en la ducha. La había dejado dormida... pero...

Sus ojos se llenan de lágrimas. Continúa, con voz quebrada:

—Ella se levantó. Tomó una cuchara... y la metió en una toma de corriente.

El llanto la atraviesa. Pero no se detiene:

—Cuando salí, ya era tarde. Mi hermano no me ha vuelto a hablar desde ese día.

Ella se rompe por completo.

Ángel se acerca y la abraza. Ella se aferra a él con fuerza, intentando llorar en silencio. No hay consuelo, pero hay compañía.

Terminan de comer y se acuestan en sofás separados de la sala.

Samantha pregunta, con voz serena:

—¿Qué haremos mañana?

Ángel responde, con el mismo tono:

—Pensaba en buscarle ropa a los ni...

Se detiene.

Su rostro cambia.

—No... no les he preguntado sus nombres...




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