Lindas responsabilidades vol.1

CAPITULO 7 FLORES

CAPÍTULO 7:
FLORES

Es domingo por la mañana, y Ángel camina junto a Beatriz y Oliver rumbo a la iglesia.

Un recuerdo invade la mente de Oliver, llevándolo a una tarde lluviosa de hace unas semanas.

Un hombre camina por la acera, con las compras en una mano y una sombrilla en la otra. La lluvia cae con constancia, empapando el mundo en gris.

Oliver corre hacia él, intentando arrebatarle la bolsa. El hombre lo esquiva con facilidad, sin perder la calma.

El niño intenta huir al fallar, pero el hombre lo detiene con una pregunta serena:

—¿Tienes hambre?

Oliver no responde. Retrocede lentamente, con los ojos llenos de desconfianza.

El hombre saca una bolsa pequeña con frutas y se la extiende. Oliver se acerca con cautela, y mientras toma la bolsa, el hombre le dice:

—Si necesitas ayuda, puedes encontrarme en la iglesia.

Oliver, sin decir palabra, sale corriendo. Su figura se pierde entre la lluvia, que ahora cae con más fuerza.

Al regresar del recuerdo Oliver se vé nervioso y temeroso.

El aire es tibio y huele a flores recién regadas. Al entrar al patio, Beatriz queda maravillada al ver hacia dentro de la iglesia: sus ojos brillan al ver las vitrinas con santos, los vitrales coloridos, los arreglos florales que perfuman el ambiente.

La niña sonríe, fascinada por los colores que decoran cada rincón. Las flores parecen bailar en silencio con la luz que entra por los vitrales.

La gente comienza a llegar, se sientan poco a poco con respeto. Ángel y los niños permanecen en la entrada; Oliver escudriña con la mirada, como si buscara algo que aún no llega.

—Creo que ya es hora de entrar —murmura Ángel, observando la iglesia casi llena.

—Sí —responde Oliver, con un dejo de tristeza.

Al entrar, Ángel se persigna y los niños lo imitan sin entender.

El coro comienza a cantar. Encuentran lugar en la última banca, justo al fondo. La música llena el aire con notas suaves.

El padre Isaías entra con los acólitos, y Oliver lo ve. Su rostro se ilumina: ahí está.

—Quizás sea uno de ellos —piensa Ángel, mientras susurra:
—Niños, recuerden que deben guardar silencio.
—Sí —susurran los dos con obediencia.

A Beatriz le encanta cómo suena el piano del coro. Oliver, en cambio, siente una mezcla de emoción y ansiedad. Hay mucha gente. Su corazón late fuerte.

El evangelio leído es Juan 15:1–17. La voz del sacerdote es clara, serena. Luego de una hora, la Misa termina. La gente comienza a levantarse mientras el coro canta la última estrofa.

—Ya es hora de irnos —susurra Ángel a los niños.

Ya fuera, el estómago de Beatriz ruge. Ella se sonroja, tocándose el abdomen con vergüenza.

Ángel los observa, pensando: ya deberíamos ir a comer, pero Oliver aún no ha hablado con quien quería ver.

—¡Allí está! —dice Oliver de pronto, con alegría contenida, y camina hacia el padre Isaías.

El niño se detiene frente al sacerdote. Baja la mirada y dice, con voz temblorosa:
—Yo...

—Hola, buenos días —responde el padre con serenidad, inclinando ligeramente la cabeza.

Ángel y Beatriz se acercan, sin saber qué está ocurriendo. El sacerdote lo reconoce, se agacha sonriendo.

—¿Cómo has estado?

Al ver a Ángel y a Beatriz, se incorpora con gentileza y les extiende la mano.

—Ella es mi hermana Beatriz, y él… él es Ángel… es quien nos cuida —dice Oliver, con nerviosismo evidente.

—Eso es muy bueno —responde el padre Isaías, sonriendo con calidez—. Me alegra que tengan quien los cuide.

—¿Puedo preguntar de dónde se conocen? —Ángel, con tono un tanto serio.

Beatriz se distrae admirando las flores del jardín que rodea la iglesia; se inclina hacia un arbusto de rosas pequeñas.

El sacerdote suelta una leve risa.
—No tienes que sonar tan serio. Solo ayudé al niño una vez. Nunca me dijo su nombre.

—No —interrumpe Oliver, con lágrimas resbalando—. Yo… yo intenté robarle y… usted me dio fruta. Fue el único que me dio comida.

Las manos de Ángel tiemblan levemente. Una oleada de tristeza le cruza el pecho. Pero algo lo calma. Beatriz le sostiene la mano.

Ella aún observa las flores, pero sin mirar, toma la mano de Ángel. Tal vez inconscientemente.

—Le agradezco ese gesto —dice Ángel, interrumpido por la niña, que recién comprende:
—¿Usted… usted fue? Muchas gracias, señor.

El padre Isaías sonríe con paz:
—Recuerden, niños, que cuando alguien necesita ayuda, hay que ayudarlo.

—Perdón por no decirle gracias esa vez —murmura el niño, cabizbajo.

—No te sientas mal. Me alegra que hayas encontrado el buen camino —le responde el sacerdote.

Minutos más tarde, llegan a casa. El aroma a espagueti los recibe como un abrazo tibio.

Regresamos a la mañana de ese mismo domingo.

Ángel y los niños han salido hacia la iglesia. Samantha se queda en casa cuidando a los más pequeños. Los tres se tumban en el suelo a dibujar. Ella los observa, algo nerviosa, su respiración se acelera un poco.

Valentín gatea hacia ella con papel en mano: ha dibujado un jardín con flores y una casa.
—Qué lindo —dice Samantha, acariciándole el cabello.

Las niñas se acercan también con dibujos de frutas, muebles y muchas flores. Alya corre riendo al cuarto.

—¡Princesa, no corras! —grita Samantha, intentando suavizar su voz.

La niña regresa con su peluche en forma de flor y una muñeca. Samantha está por repetir su indicación, con tono sereno:

—No tienes que correr, te puedes...

Es interrumpida por Alya, que extiende su peluche y dice:
—Mamá.

Ese "mamá" se le aferra al pecho. Una calidez inmensa le cruza el alma. Samantha intenta contener las lágrimas, pero no lo logra.

Valentín y Elizabeth se van y regresan con sus propios peluches para dárselos. Ella no deja de sonreír. Tampoco puede dejar de llorar.

Los abraza fuerte, mientras ellos le dan palmadas en la cabeza como si cuidaran de ella.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.