CAPÍTULO 8:
MOMENTOS
Todos almuerzan juntos, hablando, riendo, compartiendo recuerdos. El comedor vibra con voces entrecruzadas, cucharas que chocan suavemente contra los platos y risas que llenan el aire.
Ángel se levanta rumbo a la cocina en busca de café, y Samantha, con tono de regaño, le dice:
—Tanto café te hará daño.
Él responde con sarcasmo juguetón, alzando las cejas:
—Y a ti tanto regaño te sacará canas.
Ella frunce el ceño, apenas molesta, y justo cuando va a contestar, Elizabeth la interrumpe con voz dulce:
—Quiero agua, mami.
Ángel escupe el café y comienza a ahogarse, tosiendo entre risas contenidas.
—¿Decías que te querían más a ti? —Samantha lo mira con una sonrisa burlona.
—Eso es trampa —exclama él, fingiendo seriedad mientras sigue el juego.
Al llegar la noche, Samantha arropa a los niños mientras les lee el cuento de Blancanieves. La luz cálida del cuarto ilumina sus rostros atentos, y la imaginación de los pequeños vuela con cada palabra. Sin darse cuenta, el sueño los vence uno a uno.
Ella apaga las luces, pero antes de salir, se queda unos segundos observándolos dormir. Sus respiraciones suaves, los peluches abrazados, las cobijas desordenadas… todo parece un cuadro de paz.
En la sala, Ángel yace acostado en uno de los sofás, leyendo un libro sobre paternidad. La luz tenue del foco cae sobre sus manos y el título del libro.
—¿De dónde sacaste eso? —pregunta Samantha con tono burlón y curioso.
—El padre Isaías me lo regaló —responde él sin apartar la vista del texto.
Samantha se sienta en el suelo, apoyando su rostro junto al de Ángel, y comienza a leer con él. Al sentirla tan cerca, el corazón de Ángel empieza a latir con fuerza, y sus mejillas se tiñen de rojo.
"Ella debería ponerse roja de la vergüenza, no yo… ¿Qué me está pasando?" —piensa Ángel, confundido por la escena.
"Qué inmaduro… solo los adolescentes se sonrojan por tal cosa… aunque es lindo verlo así" —piensa ella, mientras sus ojos recorren las líneas del libro.
Después de unos segundos, se levanta y se acuesta en el otro sofá, lista para dormir.
Ángel logra calmarse y respira con tranquilidad. Aunque sus ojos desean cerrarse, la voz de Samantha lo interrumpe suavemente:
—La verdad… no creo que necesites leerlo —dice con una voz serena, con unas gotas de pena—. Creo que… creo que lo estamos haciendo bien.
Ángel mira el techo, el libro descansando sobre su pecho.
—A veces creo que lo haces mejor que yo —responde, contagiado por el tono de ella.
Samantha apenas lo deja terminar antes de responder, elevando un poco la voz pero manteniendo la emoción:
—Pues no pienses eso. No hay ni mejor ni peor. Somos un equipo, un dúo… una pareja.
Ángel la voltea a ver rápidamente, y ella se pone roja, cubriéndose la cara con la cobija.
—Yo… yo… solo hablaba… hablaba de equipo.
Él vuelve a mirar el techo, también sonrojado, y el sueño finalmente lo vence, durmiéndose con una sonrisa.
Los días pasan volando como si los segundos y las horas se las llevase el viento.
Ángel entretiene a los bebés con cuentos clásicos, leyéndolos cada vez que puede. Samantha y los niños toman como rutina cocinar juntos, aprendiendo a preparar esos platillos que tanto les encantan.
Con ayuda del padre Isaías, Ángel lleva varias flores a la casa para plantarlas en el jardín. El gesto maravilla y emociona a Beatriz y Alya, que corren entre las macetas como si fueran tesoros.
Samantha, decidida a romper el ciclo de berrinches de Valentín, crea nuevas recetas que lo encantan con sabores inesperados.
Oliver y Tania aprenden el abecedario y comienzan a contar números con entusiasmo.
Ángel disfruta jugar Minecraft con los niños, y compra Stardew Valley para compartir más momentos juntos. El juego se convierte en una fábrica de diversión para Beatriz, que decora su granja con flores y planta los vegetales mas coloridos.
Elizabeth empieza a hablar más, y se la pasa cantando las canciones que escucha por la casa, con voz dulce y desafinada.
Más de un mes pasa en un abrir y cerrar de ojos. Sus mentes y corazones ya toman todo esto como cotidiano, y la alegría los acompaña cada día, sin dejar que las cosas malas los dominen.
Una tarde, Oliver y Beatriz juegan Minecraft mientras Ángel y Samantha lavan ropa y platos. Los bebés están sentados en el sofá, cada uno ocupado en lo suyo.
Alya juega con sus muñecas, creando historias que la entretienen a más no poder. Valentín moldea plastilina, creando animales que apenas se distinguen por su forma. Elizabeth colorea en un libro lleno de dibujos de los cuentos que les han contado.
De pronto, con emoción en la voz, Oliver llama:
—¡Ya lo terminé! ¡Vengan!
Ambos dejan lo que están haciendo y se acercan. Al ver la laptop, se sorprenden: Oliver ha creado una réplica exacta de la iglesia en Minecraft, con detalles que los dejan sin palabras.
—Es increíble… es muy hermosa —exclama Samantha, orgullosa.
—Ya sabía que tenías talento para esto —dice Ángel con tono cálido y alegre.
—Yo le ayudé a decorar porque él no sabe —exclama Beatriz de la nada.
Oliver frunce el ceño, molesto:
—Es que las flores son tontas.
—¡Solo di que no sabes decorar! —responde Beatriz, indignada.
La escena le saca una buena risa a Samantha, mientras Ángel prefiere aguantársela para luego decirles con voz firme pero amable:
—No peleen, por favor.