Lindas responsabilidades vol.1

CAPITULO 9 MIEDOS

CAPÍTULO 9:
MIEDOS

El invierno se ha ido, y comienzan los vientos fríos. Ángel, Samantha y los niños disfrutan de una mañana luminosa en el patio de la iglesia, rodeados por cientos de flores de todos los colores.

Beatriz, con el teléfono de Samantha en mano, intenta capturar la mejor foto posible de sus favoritas: lirios, claveles, rosas y chulas. La niña parece atraída por los tonos rojizos y rosados. Alya la acompaña, dibujando con trazos torpes pero llenos de intención. Hay un brillo diminuto en su esfuerzo.

Elizabeth, Valentín y Oliver juegan como si estuvieran en una selva. Narran, actúan, ríen y se persiguen entre los arbustos, creando aventuras con cada paso.

Mientras los niños se divierten, Samantha y Ángel charlan con el padre Isaías, sentados en las gradas de la entrada de la iglesia. Ambos se ven cansados, con ojeras marcadas, pero sonríen al ver a los niños jugar tan contentos.

—Veo que ustedes mantienen a los niños llenos de alegría —dice el padre Isaías, observando la escena con ternura.

—Hacemos todo lo posible para verlos sonreír —responde Ángel, contagiado por la felicidad de los pequeños.

—Aunque me preocupa no poder enviarlos a la escuela… no tenemos sus documentos ni nada —Samantha baja la voz, con preocupación.

—Tengo un amigo que trabaja en el registro civil. Tal vez él pueda ayudarles —responde el padre con serenidad. Luego los mira con una sonrisa juguetona y añade—: Pero que te preocupes por cosas así te hace una gran madre. Y como son jóvenes… hacen una hermosa pareja.

Ambos se ponen nerviosos al escuchar esto y ni lo disimulan.

—Eh… no… no… solo somos buenos amigos —Samantha se sonroja y baja la mirada.

—Sí… sí… solo… solo eso —Ángel también sucumbe al nerviosismo.

El sacerdote ríe levemente y le entrega un papel a Samantha. En él se anuncia que los domingos se reunirán los niños en la iglesia para convivir antes de comenzar la escuela, con el fin de formar lazos de amistad.

Samantha y Ángel se miran con duda al leerlo.

—No sé si Oliver y Beatriz estén listos para esto —dice Ángel, con tono ansioso.

—Sí… pero le sentará bien a Oliver si entra a la escuela el próximo mes —responde Samantha, aunque su voz suena indecisa.

—Cualquier cosa que elijan está bien. Si los niños no están listos, forzarlos a socializar les haría más daño. Pero si es el momento adecuado, esto podría ayudarles a conocer a sus futuros amigos. Comenzaremos el domingo de la siguiente semana, si deciden venir —dice el padre Isaías con su serenidad contagiosa.

Samantha guarda el papel en su bolso, con dudas en la mente y en el corazón.

—Los niños están muy contentos y llenos de energía, pero a ustedes los noto muy cansados… ¿pasa algo? —pregunta el sacerdote, con un tono de preocupación.

—Tenemos demasiado trabajo. No nos alcanza el tiempo para entregar todos los pedidos de nuestros clientes —responde Samantha con sinceridad.

Una idea llega a la mente del padre, y la comparte de inmediato:

—Hay varias personas sin empleo en el pueblo. Quizás puedan ayudarles.

—Sí… eso nos sería… de mucha ayuda —dice Samantha, pero mientras pronuncia las palabras, el agotamiento la vence. Se queda dormida y empieza a caer lentamente.

Ángel la sostiene con un abrazo, la recuesta sobre sí mismo con cuidado.

El padre lo observa con una sonrisa y levanta una ceja.

—No es lo que piensa —dice Ángel, con tono tambaleante.

El padre suspira y vuelve a mirar a los niños, mientras exclama:

—Hay algo en ese incómodo pero tierno nerviosismo de ambos… lo tuyo es evidente. Sientes algo por ella, pero te niegas a aceptarlo.

—No quisiera arruinar las cosas con ella. Tengo miedo de que esta amistad, este compañerismo desaparezca. Tengo miedo de no tenerla a mi lado —Ángel se sincera, sintiendo el aire frío entrar y salir de su pecho.

—La vida es muy corta para sentir miedo —responde el padre, mirándolo con su sonrisa serena.

Ángel deja que Samantha descanse media hora, y luego la despierta para regresar a casa.

La tarde y la noche transcurren con normalidad, pero Samantha se muestra silenciosa y agotada. No lo menciona.

Llega un nuevo día. La luz del sol cruza las ventanas de la casa, despertando a los cinco niños. Beatriz y Oliver aún duermen con las camisas que Ángel les prestó. Los tres bebés se tapan la cara con las cobijas, resistiéndose a levantarse.

En la sala, Ángel se despierta adolorido. Todavía no se acostumbra a dormir en el sofá. Al levantarse, le parece extraño que Samantha no se haya despertado aún, así que se acerca a hablarle.

La mueve con delicadeza, pero nota que suda en exceso y se queja de dolor. Alarmado, le toca la frente: arde en fiebre.

Un miedo ruidoso gotea lentamente como agua fría en su pecho. ¿Y ahora qué hago? —piensa, con preocupación.

Los niños llegan a la sala gritando “¡Buenos días!” con alegría. Al ver a Samantha aún acostada y a Ángel hablando por teléfono, se preocupan y se acercan.

—Despierta… ¿qué pasa? —la voz de Beatriz suena casi como un sollozo.

Ángel cuelga la llamada y les dice con tono calmado:

—Ya viene un médico, niños. Si es gripe, no deben acercarse. No se preocupen, ella estará bien.

Su voz logra tranquilizarlos un poco.

—Vayan a lavarse los dientes, y me ayudarán a preparar el desayuno —añade, con un tono cada vez más firme, aunque su corazón sienta que está en medio de una ventisca.

Los niños, más calmados, se van al baño. Ángel levanta a Samantha con dificultad y la lleva lentamente al cuarto de Oliver y Beatriz.

Aunque Samantha es delgada, Ángel también lo es, y su fuerza apenas alcanza para sostenerla. Logra llegar al cuarto y la acuesta sobre la cama de la niña. Le pone la cobija de Oliver, la de Beatriz y su propia favorita. La rodea de almohadas para que no se caiga, y va por pañuelos y agua.

Con delicadeza, le coloca un pañuelo húmedo en la frente y comienza a frotarle los brazos con otro, mientras los niños siguen en el baño.




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