Yo siempre supe que estaba prohibido.
No necesitaba que nadie me lo recordara: lo sentía en la piel, en el silencio incómodo de los pasillos, en la forma en que el mundo me repetía que debía mantenerme lejos de él.
Él, en cambio, parecía no conocer de límites. Podía ver mi miedo, lo comprendía, y aun así se negaba a dejarme ir. Era como si cada palabra suya buscara atarme, como si su presencia se empeñara en recordarme que yo no tenía escapatoria.
Lo peor es que, en el fondo, ambos sabíamos la verdad: todo esto comenzó como un simple trato, una mentira disfrazada de algo sencillo. Nada de compromisos, nada de complicaciones. Solo una línea invisible que juramos no cruzar.
Pero las reglas están hechas para romperse. Y nosotros lo hicimos.
Bastó un instante, un roce demasiado largo, un secreto compartido en el momento equivocado… y de pronto el suelo bajo mis pies se desmoronó. Lo prohibido dejó de ser un límite para convertirse en un camino inevitable. Y una vez que lo recorrimos, ya no hubo vuelta atrás.
Ahora, cada mirada que le robo se siente como un delito. Cada palabra que me guarda es un arma de doble filo. Y cada beso, aunque intente negarlo, es una guerra contra mí misma.
Yo, que juré mantenerme invisible.
Él, que parece disfrutar de romper todas mis defensas.
Nosotros, atrapados en algo que ni siquiera debería existir.
Porque cuando lo prohibido te reclama, no importa cuánto intentes huir: tarde o temprano, terminas cayendo.
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Editado: 25.09.2025