"A veces es mejor no insistir, no entusiasmarse, no pensar tanto; que sea lo que tenga que ser. Breve o eterno."
—Heliana
Gruñí. No el gruñido tímido de “ay, qué pereza”, sino el rugido pequeño pero honesto de quien sabe que ha perdido una guerra doméstica contra un tupper. La bebida estaba helada, el arroz parecía grava escolar y la carne… si de verdad era carne, le deben una disculpa pública a las vacas. Yo igual me lo comía. Entre morir de hambre y masticar cartón con salsa de tomate, siempre elijo cartón. Que quede escrito: la dignidad no alimenta, solo da sed.
La azotea era mi reino por descarte. Abajo, en la cafetería, no hay letrero que diga “si no compras, no existes”, pero las miradas hacen el servicio de cartelería con una puntualidad envidiable. Si no cargas bandeja, eres aire. Y a veces ni eso: aire con interferencia. Así que yo subo. Aquí el viento despeina, el sol pega sin pedir permiso y el polvo se te queda pegado como un ex insistente. Pero nadie te mira como estadística.
Hace rato aprendí a ir ligera: mochila, cuaderno, tupper, botella, audífonos. El celular vibra por lástima, no por capricho; tiene la pantalla con una grieta tipo río Magdalena y una batería que cae más rápido que mis ganas de socializar. Aun así, cuando suena el solo de piano que elegí, algo en mí se endereza. La música me recuerda que todavía puedo ser otra cosa distinta a una chica con la nevera filosofando en vacío.
Doy un bocado y me digo que no está tan mal. Miento. Está malísimo, pero es mío. Yo me lo preparé con ese ritual de media noche, frente a una cocina que suena a tubería vieja y lucecita titilante. Si mamá viviera, quizá habría una olla con algo tibio. Si papá estuviera… bueno, puede que hubiera dinero y también un silencio incómodo como impuesto a la supervivencia. Tengo la sospecha de que hay afectos que se pagan con monedas y otros que se ahorran con excusas. Yo crecí entre ambos.
Un sonido seco corta el piano. La onomatopeya universal del cachetazo. No necesito ver para saber: la piel reconoce el timbre. Se me aprieta la mandíbula. No es “romántico”, no es “pasional”, no es “ay, se me fue la mano”: es un golpe. Pienso —inevitable— en esa pedagogía telenovelera donde el amor justifica todo, y en cómo cierta gente confunde “sentir” con “poseer”. Respiro. Me maldigo por no haberme puesto los audífonos; ser testigo involuntaria de dramas ajenos es mi deporte no favorito.
—Pensé que de verdad me querías —dice una voz, lastimada, con esa mezcla de reproche y vergüenza.
—Vas demasiado rápido —responde él, con tono correcto de profesor que califica en rojo pero sonríe—. Hace una semana nos conocimos. Lo que me pides es… demasiado formal.
Tiene el guion ensayado. Se nota. Ella insiste:
—Es solo un evento. Ven, Enano.
Silencio. Cada sílaba se vuelve cuchillo.
—No me llames así —dice él, seco—. Detesto ese apodo.
—Es solo un apodo…
—Sana, terminamos.
Listo. Corte limpio. Palo y a la bolsa. Yo, que creí que ya había masticado la parte más dura del almuerzo, me atraganto con mi propia sorpresa. Podría aplaudirle: hay gente que se especializa en cirugías sin anestesia. Mi parte cínica le pone diez por claridad; mi parte sensible le baja a cinco por crueldad innecesaria. La justicia, como el arroz del tupper, nunca sale al punto.
La escena derrama ecos y pasos que se dispersan. Cruzo los brazos para que no se note que estoy tensa y me digo que soy invisible. Fantasma autorizado. Es mi superpoder favorito: paso desapercibida en casi todas las temporadas. Casi. Porque ahora el protagonista masculino decide atravesar la azotea justo frente a mí. Inútil bajar la vista: ya lo vi, ya me vio. Alto. Delgado con músculo caro. Piel de caramelo bien administrado. Ropa que dice “no fue oferta”. Esa clase de porte que no necesita credenciales: el mundo le hace fila.
—No te había visto por aquí —dice, con esa cortesía de anuncio dental—. ¿Lo viste todo?
Yo abro la boca con la elegancia de una trucha fuera del agua.
—¿Perdón?
—Si dices que no, mientes.
Le dedico mi mejor ceja arqueada.
—¿Y si no digo nada?
—Pareces una asocial. ¿Por qué no estás en la cafetería?
La pregunta viene envuelta en diagnóstico. Me rasca el sarcasmo en la lengua.
—Tal vez porque algunos preferimos el viento a las filas —respondo—. Y a los zoológicos.
—¿Ves muchos doramas? —contraataca con sonrisa de colección.
Buf. Fantástico. Un sociólogo amateur con ropa de portada. Me concentro en el almuerzo y, por un momento, mi plan es hacer lo de siempre: ignorar hasta que el problema se aburra y se vaya a molestar a otra galaxia. El universo, sin embargo, ama la comedia física: él mete la mano al bolsillo, saca un fajo y me lo tira encima de la tapa del tupper. Los billetes aterrizan con dignidad humillada.
—Tómalo. Lo necesitas más que yo.
Es asombroso lo que pueden hacer cinco palabras con un estómago. Se me cierra de golpe. Quiero decir “no”, quiero decir “sí”, quiero decir “devuélvete a tu constelación”, y lo que sale es:
—No… gracias.
El “gracias” me sabe a óxido. Él bufa.
—Claro que lo necesitas. Y no es caridad: es un pago. Para que cierres la boca.
—No pensaba decir nada —murmuro, y de pronto siento vergüenza por haberlo dicho en voz tan bajita. No quiero sonar pequeña. No lo soy.
—Las crías como tú —dice, con esa crueldad pulida que siempre suena a manual— son sanguijuelas. Chupan donde pueden, sin importar lo asqueroso que sea.
Hay insultos y hay artesanías. Este último lo sopesa con el ojo de quien colecciona porcelana. Me arden las mejillas, pero la espalda se me cuadra sola. Cuando la comida es fría, una aprende a sostenerse con otro tipo de fuego.
—¿Y si en lugar de zoología intentas gramática? —suelto, tan tranquila como puedo—. Es “chupan de donde pueden”, si te interesa sonar culto. Y, de paso, menos cruel.
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Editado: 25.09.2025