«No sé hacia dónde vamos; lo que sé es que quiero ir contigo.»
—Heliana
Dicen que la comida caliente cura el alma. Yo, personalmente, puedo dar fe de que también seda el mal humor, mejora el sarcasmo y, si te descuidas, te hace creer en la humanidad por tres minutos exactos. Estaba sentada en la mesa más apartada de la cafetería, devorando un almuerzo que parecía preparado por una abuela con delantal y mano santa. La felicidad me quedó pegada en los labios en forma de aceite y satisfacción. Qué ironía: mi felicidad venía financiada por la billetera de la misma persona que me había llamado “Copo de Nieve” como si fuera un insulto… y quizá lo era.
Masoca nivel: agradecer mentalmente que Mateo Alcazar me hubiera tirado dinero como quien alimenta palomas en la plaza. Con ese fajo yo podía comer caliente un par de semanas. ¿Dignidad? La dejé en la azotea, junto al tupper con arroz blanco de ayer. Ya la recogeré… o no.
—¡Te vi y no pude creerlo! ¿Quién te invitó? —La voz de Alexander llegó como un golpecito en la nuca. Él sonreía, desarmando cualquier defensa. Mi mejor (y único) amigo en el instituto.
Le respondí con la elegancia de una ardilla que guarda nueces en invierno: masticando. Intenté no parecer una criatura salvaje, pero la lengua me ardía por comer tan rápido. Me bajé medio vaso de jugo (¿naranja?, ¿mandarina?, ¿colorante con agua?), y asentí con la cabeza, porque si abría la boca iba a decir: “cásate conmigo, filete de carne, y vivamos juntos por siempre en esta bandeja”. No era el momento.
Alexander no estaba solo; tenía consigo a un amigo de cara blanca y sonrisa ladeada, de esos que transforman cualquier gesto en meme. Por si fuera poco, ambos se sentaron. Perfecto: público en primera fila para mi espectáculo de glotonería. Me tragué el último bocado con una mezcla de vergüenza y orgullo: si me iban a ver, que me vean comer bien.
—¿Aún tienes hambre? —preguntó Alexander, honesto, sin malicia.
Negué. Mi estómago dijo “sí” en arameo, pero mi dignidad (la poca que quedaba) puso la mano en alto. Me esperaban clases y micro-siesta de sobremesa; soy muy eficiente en ambas.
—Yo no tenía tanta —confesó Alexander, sonriendo—, pero verte comer da hambre.
Tragué en seco. Conozco ese tono: cuando en casa le va mal, él se aguanta el apetito. No es frecuente, pero pasa. Su familia tiene dinero, sí, pero las discusiones también quitan el hambre. Da igual cuántos cubiertos brillen en la mesa.
Entonces ocurrió la escena digna de un dorama con presupuesto: una chica se acercó. Hermosa, peinada, con esa energía de “sé lo que hago y me sale bien”. Le habló a Alexander, tanto que él se atragantó con su propio bocado. Su amigo le dio golpecitos en la espalda; yo contuve la risa por empatía, aunque por dentro me moría. Ella le entregó una cajita envuelta con cinta. Se fue con una sonrisa que podría iluminar un barrio. Alexander la siguió con la mirada como quien sigue un cometa.
—Es solo mi compañera —aclaró, apurado, viendo mi cara—. Me trajo un regalo… es mi cumpleaños.
Mi gesto se congeló. Así que era su cumpleaños y no me dijo nada. Entendí. No quería incomodarme: fiesta grande, regalos, fotos… y yo, extranjera con presupuesto de saldo. Me dio un pinchazo raro. No dolor, exactamente. Algo más chico, pero insistente.
—¿Vas a venir, cierto? —preguntó, como quien pregunta si mañana sale el sol.
—¿Estás bromeando? —alcancé a susurrar—. Yo ahí… no encajo.
Iba a desplegar mi PowerPoint de excusas (“ropa: no”, “transporte: tampoco”, “miradas: sí, por montones”), cuando aparecieron dos más del grupo, se sentaron y nos rodearon con el entusiasmo de una jauría amable. De invisible a faro en medio de la bahía, en quince segundos. No es que me molestara su compañía, pero yo juego en ligas discretas; ellos entrenan en estadio con luces.
Y sí, como si el universo estuviera aburrido y quisiera sumar drama: a pocos pasos entró Mateo Alcazar. No estaba solo. Venía con una chica que lo abrazaba por el brazo como si lo hubiera comprado a cuotas. Él avanzaba con su porte de aviso publicitario de perfume caro: frío, impecable, peligrosamente entretenido. Saludó con una inclinación mínima; ella, con los ojos marcando territorio.
Tragué saliva. Spoiler: mi hipótesis sobre las cachetadas no cambió. Hay hombres que se la merecen, y hay mujeres que tienen el swing perfecto. A veces la justicia poética usa mano abierta.
—¿De qué hablan? —preguntó el amigo pálido de Alexander, que tenía la cara de nieve y la lengua rápida.
Yo me reí por dentro. Un copo comentando sobre otro Copo. El ecosistema se sostiene.
La conversación se rompió con una tostada de tono almibarado:
—¿Y ella quién es? —La chic@-accesorio de Mateo me señaló con una uña perfectamente pulida. Sutil como un pianazo.
Noté cómo las miradas me caían encima. Si hubiera sido un dibujo animado, me habría ocultado bajo la mesa. Alexander se tensó como cuerda de violín.
—Es mi amiga —dijo él, firme.
Se hizo un silencio mínimo, de esos que se estiran y se vuelven incómodos. Entonces, detrás de nosotros, esa voz: baja, segura, afilada.
—Déjala —dijo Mateo Alcazar, sin despegarse del poste—. Si necesitas espectáculo, ve al teatro.
Yo me giré. Él estaba ahí, apoyado como si el poste le debiera algo, mirándome de frente con una expresión que no sabía si leer como “diversión” o “curiosidad de gato”. Su novia (¿era su novia?) apretó los labios.
—Eso fue grosero —dije, porque la boca me funciona con retardo—. Lo del dedo, digo.
—No vine a pelear —respondió él, con media sonrisa—. Vine a confirmar una leyenda.
—¿Cuál? —me adelanté, picada.
—Que los copos de nieve no se derriten en cafeterías —soltó, y los del grupo rieron flojo, sin saber si apoyarlo o mirarlo feo.
Alexander se puso de pie, protector. Yo quise decirle que no hacía falta; los huracanes no se detienen con paraguas.
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Editado: 25.09.2025