Little Boy

Capítulo 3

«Cuando me advertían de las dos caras del amor nunca lo tomé muy en serio. Pero ahora doy fe de ello»
—Heliana

A veces pienso que nací en la sala equivocada, el día equivocado, con la familia equivocada… y, sin embargo, en la ciudad precisa para aprender a caminar con los cordones rotos. Hay gente que llega a este mundo con un mapa debajo del brazo y un punto rojo que dice “usted está aquí”. Yo tengo un croquis mal fotocopiado y una flecha dibujada a lápiz: “improvise”.

Mi mamá —biológica— fue joven, veloz y brillante… para irse. Mis abuelos, los de verdad, hicieron malabares para que nada me faltara, hasta que el tiempo les ganó el pulso. Me vine a Corea del Sur con la promesa de que “él” —ese adulto que juró volver— llegaría después. Lo que llegó fue el silencio. Los adultos aman hacer algo con talento olímpico: abandonar con excusas articuladas.

El instituto me explicó sin metáfora lo que el mundo cobra en cuotas: si no perteneces, mejor no estorbar. Si no hay lugar en casa, tampoco lo habrá en el salón. Y si no tienes apellido, aprende a regalarte invisibilidad. Yo, aplicada, saqué matrícula de honor en desaparecer.

Lo intenté otra vez hoy: huir a la biblioteca, la vieja técnica de esconderse entre libros que no preguntan. Pero el destino, que últimamente anda de comediante, me empujó directo contra un pecho sólido como respaldo de bus. Levanté la mirada y ahí estaba el amigo de Alexander: sonrisa de conejo, ojos de bambi, aura de “confía, no muerdo”.

—¿Por qué siempre huyes? No deberías —dijo, con una dulzura que no sabía si comerme o desconfiar—. Hoy examínanos. Somos buena gente. Es mejor estar con nosotros, ¿no?

Me quedé muda. Asentí, por reflejo, como quien acepta un vaso de agua sin preguntar de dónde viene. Me llevaron a una banca bajo un árbol que parecía haber firmado contrato con el otoño. Se sentaron, dejaron mochilas y chismes, y empezaron a hablar con esa naturalidad que a mí me cuesta como el álgebra. Yo los miraba, y me miraba mirarlos, sintiéndome de prestado pero, por primera vez en meses, no de sobra.

Mi celular vibró. Mensaje de “mamá (abuela)”. Abrí con el corazón listo para el golpe.

Lo lamento, pero no podré ir a tu graduación. Edward consiguió trabajo nuevo y tenemos que mudarnos.

Me reí sin risa. Cuando la vida te enseña a esperar poco, cada no se vuelve confirmación de tesis.

—Jodida vida la mía —murmuré, y volví a leer mis mensajes antiguos, mis cajitas de voz sin respuesta. A veces me pregunto qué hice tan mal para merecer el buzón vacío. Luego recuerdo que no se trata de merecer: la gente falla porque puede.

—Te daré trescientos mil wons por semana si guardas mi secreto.

El corazón me saltó al cielo y regresó en caída libre. La voz estaba demasiado cerca. Mateo Alcazar había nacido aprendiendo a materializarse a centímetros de la gente, como si el mundo fuera su sala y todos fuéramos muebles movibles. Tenía esa mirada curiosa, casi clínica, que parecía ver más allá de lo presentable.

—¿Ah? —brillé de inteligencia.

—Por semana —repitió, en tono de contrato—. Guardas el secreto. Recibes el pago. Sin discursos.

Lo miré buscando el hilo suelto de la broma. No se reía. Sonreía, que es distinto: el gesto inclinado del que sabe que gana incluso cuando pierde. Apreté los puños, porque esa sonrisa siempre me desordena. Las cifras me bailaron en la cabeza con olor a arroz hervido y jabón para ropa.

—¿Esto es una broma? —disparé—. ¿Un reality? ¿Dónde está la cámara?

—No bromeo con dinero —dijo—. Y espero que aceptes.

El pálido —Mauro— estaba detrás, con la cara de “este es el momento en que le explicamos al planeta por qué los ricos parecen extraterrestres”. Me miró con un asco chiquito, el que te echan cuando creen que hueles a necesidad. Decidí que no iba a llorar. No frente a él. No frente a ninguno.

—Bien —logré decir, tragando el susto—. Me parece bien.

—Después de todo, sí eres una sanguijuela —añadió Mateo, por si el día no venía suficientemente decorado.

Me mordí la lengua hasta que la dignidad dejó de sangrar. No les iba a regalar ese placer. No hoy.

La tarde se pudrió rápido en el cielo, pero la calle estaba llena de gente y casi todas llevaban historias pegadas a los abrigos. Yo apuré el paso. El bolsillo pesaba más por simbología que por gramos. Trescientos mil por semana. La cifra era absurda, insolente, insultante… y, sobre todo, útil. Me alcanzaba para comer caliente, para reponer cuadernos, para no tener que escoger entre datos y pan. Disney me prometió príncipes con zapatos y búsquedas épicas; la vida me dio un Mateo con transferencias y cláusulas. No es lo mismo, pero el estómago no distingue metáforas.

Me dormí tarde. Entre cuentas mentales y sarcasmos, el sueño me encontró dibujando líneas: ¿hasta dónde puedo dejar que él cruce sin destruir lo poco que soy?

Al día siguiente, a primera hora, me escribió. Breve como un telegrama:

7:00 p.m. — Café Gingko.
Lleva libreta.
No llegues tarde.

Yo no tengo secretaria, pero mis miedos se ofrecieron a agendar. Pasé todo el día con el estómago en el suelo y la cabeza en una feria. Alexander me preguntó dos veces si respiraba bien. Dije que sí con cara de no me mires mucho. A cada hora, el Café Gingko crecía en mi cabeza como una catedral.

A las 6:57 estaba en la puerta. No porque él lo valga; porque yo sí. Adentro olía a madera caliente y a café que perdona. Me senté en una mesa junto a la ventana. Llegó a las 7:03, con precisión de reloj que sabe humillar.

Traía un sobre. Lo dejó en la mesa como quien deja una carta de despido. Adentro había dos cosas: un contrato de una hoja —NDA: acuerdo de confidencialidad, en bonito— y una tarjeta con un número de cuenta.

—Cláusulas —dijo, señalando con el índice como si me dictara—:




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