Little Boy

Capítulo 4

«Era prohibido, parecía fácil, y en un parpadeo perdimos la calma.»

—Heliana

Mi abuela olía a cilantro y a milagros. No hay otra forma de explicarlo. Tenía las manos tibias, esas que curan sin diploma, y los ojos chiquitos llenos de risa contenida. Mi abuelo —mi príncipe azul, aunque sus rodillas rechinaran como puertas viejas— traía ese aire de héroe jubilado que aún sabe arreglar cualquier cosa con cinta adhesiva, una oración y media y paciencia infinita.

—¿Cómo entraste? —pregunté, aún con la espalda empujando la puerta, como si el mundo pudiera colarse detrás de mí a descoser la escena.

—Como entran los ángeles —dijo mi abuela, inflando el pecho—: por la ventana de la Providencia. Y por la copia de la llave que me dejaste, niña, no te vuelvas mística.

Reí con un sollozo escondido. A veces la felicidad duele porque coge a uno con la guardia baja.

La mesa estaba puesta, y no con esa pobreza digna que yo sabía hacer, sino con fiesta de domingo: arroz suelto, carne jugosa, ensalada que de verdad crujía, sopa con cilantro y cebolla larga saludando desde el borde, arepitas pequeñitas como lunas. Me senté sin preguntar, con la obediencia primitiva del hambre que reconoce hogar. Mi abuelo sirvió, mi abuela mandó, yo obedecí, y el apartamento —mi cuevita minimalista— por fin sonó como casa.

—¿Y ese brillo en los ojos, ahijada? —mi abuelo me pinchó con el tenedor como quien busca un secreto debajo del arroz.

—Me llegó… una foto —dije, apretando el vaso con ambas manos—. Mamá, su esposo, mi hermanito, ustedes. Se ven felices.

Mi abuela hizo esa cara que mezcla orgullo con dolor.

—La vida es así: a veces te toca ser la foto que no llega. Pero míranos aquí —dijo, dándome un golpecito en la frente—. Somos los que se aparecen sin prometer.

No pregunté por qué habían venido ni por cuánto. Tenía miedo de que cualquier condición rompiera el encanto. Me limité a comer, a reír con chistes de barrio, a escuchar la crónica de la vecina que riega las matas con devoción y chismea por deporte. Por primera vez en semanas, el reloj dejó de morder.

Hasta que mordió. Porque el mundo, incluso en modo bonito, siempre trae letra menuda.

—¿Cómo vas de plata? —preguntó mi abuelo con la naturalidad de quien te pregunta si dormiste bien.

Me atraganté un poco. El contrato con Mateo Alcazar cruzó la mesa como fantasma con traje de gala. Mi abuela me miró con ceja interrogativa. Inventé la media verdad que mejor me sé:

—Conseguí… un “arreglito”. Ayudo en la biblioteca del barrio unas horas. Es poco, pero sirve.

—Ah, la biblioteca —dijo mi abuela, feliz de tener algo que aplaudir—. Los libros son la única herencia que no se pierde. Eso y el arroz bien hecho.

Mi abuelo, sin drama, dejó un billete doblado junto a mi plato.

—Para los “y si acaso” —sentenció—. Y si no lo necesitas, lo guardas. Porque “por si acaso” siempre llega vestido de sorpresa.

No peleé. Ya peleé mucho con el mundo. Aprendí que el amor, a su manera, insiste a punta de pequeñas humillaciones que no avergüenzan: un billete, una arepa, una bendición en la frente.

Dormimos apretados: ellos en mi cama, yo en el colchón de espuma en el suelo. La felicidad es una habitación chica con tres respiraciones y una ventana que no cierra bien. Me costó conciliar el sueño porque la cabeza, malcriada, quiso volver al piano escondido, a los contratos con cláusulas, a los ojos de Mateo cuando toca, que son ojos de otra especie. Me regañé: no es amor —me repetí—, es una grieta por donde entra música. Y me dormí prometiéndome no volver a confundir el viento con el mensajero.

A la mañana siguiente, mi abuela le dejó al mundo una olla de caldo como declaración de guerra contra las tristezas. Desayunamos con sobriedad festiva —huevo, arepa, café que resucita— y ellos se fueron a “hacer vueltas”, que es el verbo nacional para sobrevivir con elegancia. Me quedé con los platos, el olor a hogar pegado al cabello y un audio en el teléfono:

6:40 p.m. — Biblioteca del instituto.
Aula cerrada.
Trae las coartadas de mañana.
—M.

“Trae las coartadas” suena a manual de espionaje de kiosco. “Aula cerrada” suena a pecado menor. “6:40 p.m.” suena a alguien que sabe medir tu margen de error. Suspendí el juicio y fui a estudiar, que es decir: a soportar profesores, a practicar invisibilidad y a saludar a Alexander con los ojos para no ponerle en bandeja a nadie el chisme de “la pobre y el rico son amigos”.

En el primer descanso, el amigo pálido me interceptó con su sonrisa de estación fría.

—Mauro —dijo, presentándose por fin, como si no supiera que ya lo sabía—. Vivo cerca… a veces. ¿Aceptas café malo de máquina?

—Acepto conversación digna —le devolví—. El café es negociable.

Fuimos al patio. Me contó lo de su abuela rebelde —la misma de ayer—, me pegó un par de chistes malos, me llamó nona con esa familiaridad que te roba el ceño fruncido, y compartimos un paquete de galletas que sabía a culpa y a infancia barata. Yo, por dentro, agradecí que, por una vez, mi mano no tuviera que hacer cuentas para cada mordisco.

—Alexander te estima —soltó, sin redoble—. Yo también. No te despegues por miedo ajeno.

Quise decir “mi miedo no es ajeno; es mío y tiene DNI”. Dije:

—No quiero problemas.

—Los problemas vienen con o sin cita —replicó—. Al menos que valgan la pena.

Me dejó con esa sentencia y una mueca de “piénsalo o te pensaré yo”. Mauro tiene esa cortesía cortante que te hace sentir acompañada sin abrumarte. Curioso: si la vida fuera una orquesta, Alexander sería violín primero —luminoso, seguro— y Mauro, contrabajo —discreto, sostén. MateoMateo es piano en blanco y negro: cuando suena, no hay techo que aguante, y cuando calla, igual lo escuchas.

En la cafetería, más tarde, hice cuentas con los ojos sobre un pan redondo. El rumor del dinero —el de Mateo— me ardía en el bolsillo mental. ¿Qué se podía comprar con dignidad no incluida? Arroz. Jabón. Cuadernos. Un champú que no huela a misterio químico. Una pastilla de menta para cuando la ansiedad apresura la boca. Alexander pasó, me tocó el hombro con la gentileza exacta del que no pide más de lo que ofreces. Yo le sonreí con gratitud muda. Hay gestos que son pan.




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