Little Boy

Capítulo 5

«Algunas personas aman el poder y otras tienen el poder de amar.»
—Heliana

Mi vida, por primera vez en mucho tiempo, olía a cilantro, a sopa recién servida y a “quédate un rato más”. Mi mamita —mi abuela— había llegado como se llega a desactivar una alarma: con calma, sin prisa, y dejando el corazón más bajito. Yo llevaba días ensayando discursos para “cuando la vea”, con preguntas que me quemaban la lengua. Pero bastó abrazarla para que se me derritieran todas las palabras. A veces la paz es eso: una persona que huele a hogar y te quita el discurso.

La realidad, aun así, no es tímida: mi madre biológica me odia. No me lo dijo con letras, pero sí con silencios. Y con ausencias. Y con “ese” mensaje que no era para mí, pero igual me atravesó como si trajera mi nombre. Así que decidí, por puro instinto de supervivencia, regalarme un rato de ignorancia escogida. No indagar. No hoy. Ser feliz también es un acto de rebeldía.

En medio de esa tregua sentimental llegó el dilema de siempre: ir o no ir a la fiesta de Alexander. Días debatiendo con el espejo: que sí, que no, que qué me pongo, que para qué, que ya no se diga más. Al final dije que sí. ¿Qué podía salir mal? (Nota mental para futuras Helianas: no vuelvas a hacerle esa pregunta a la vida. Le encantan los retos.)

No planeé encontrarme a la mamá de Alexander en la puerta, pero allí estaba: bonita como una portada, con sonrisa de porcelana y esa mirada que te mide la etiqueta invisible del alma. La suya decía “clase alta, favor no tocar”; la mía, “del otro lado de la ciudad, favor circular”. Nos saludamos con cordialidad de catálogo. Y supe, sin su ayuda, que mi presencia le hacía cosquillas a su desagrado.

No me tumbó. O eso fingí con maestría. El orgullo, cuando se estira, da para vestido de gala.

Entré. La casa era un recuerdo de otra vida: grande, ordenada, con eco amable; pero a mí me cegó la biblioteca. Ay, la biblioteca. Estanterías de madera que olían a promesas, lomos que te miran como si supieran tu historia, escalera móvil (sí, de las que solo he visto en películas) y luz cálida para leer sin pedir perdón. Alexander no es lector; es más de videojuegos y risa, pero su casa tiene el sueño que yo tendría si el mundo fuese justo por dos minutos.

Lo encontré con Mauro —el amigo pálido con sonrisa de invierno— y un puñado de compañeros. Alexander estaba feliz. De esos felices que te alegran por contagio. Me acerqué con mi regalo envuelto en papel simple: un cuadro pequeño, uno de mis favoritos. No vale dinero, pero carga tiempo. Él lo vio y sonrió de manera que me hizo olvidar la talla de mis miedos, justo antes de que otra persona lo llamara y yo pasara a segundo plano —mi posición favorita en la jerarquía de lo posible.

La casa estaba llena de su clase. A ratos parecía un dorama: “chica pobre entra, todo el mundo mira, música dramática”. Me puse mi armadura preferida: nariz un poco arriba, espalda recta, ese modo de pensar “sí, soy pobre, pero no valgo menos”. Me serví algo de tomar (agua, porque a mi hígado le encantan los chistes sanos) y escapé al jardín. Entre arbustos, hallé mi esquina. Cielo abierto, estrellas testigo y un vals flotando desde adentro como invitado de honor. Me quité los zapatos —que para eso Dios inventó el pasto— y me puse a bailar un vals inventado con un caballero imaginario. Comedia romántica de bajo presupuesto, lo admito. Era feliz.

—Oh… —carraspeo. Y con el carraspeo, la caída de la escena—. No había visto a una chica bailar tan mal un vals.

La música se me enredó en los pies. Mateo Alcazar, impecable de pies a cabeza, con Mauro medio paso atrás, me miraba con esa mezcla de ironía y algo más que no me gusta nombrar. Con Mateo todo es adjetivo caro: sonrisa calibrada, ceja a la carta, crueldad en copa de cristal.

—¿…Qué? —dije, lúcida como un pez boqueando.

—No abras y cierres la boca como un pez —remató—. Eres un desastre total. No entiendo cómo Alexander te invitó. Deberías largarte y aceptar que nunca encajarás aquí.

Tragué. Los nudos también tienen garganta. Respiré hondo y bajé el mentón medio milímetro. Decidí no regalarle mi temblor.

—Y yo sigo sin comprender tu actitud —me acerqué sin invadir su espacio; aprendí a bailar en campo minado—. ¿Por qué me odias?

—¿Aún no lo ves? —dijo, como quien anuncia un secreto que todos saben—. Eres una bastarda.

El aire cambió de densidad. No me preguntes cómo sabe. No me preguntes por qué lo dice. Lo dijo con la tranquilidad del que tira una piedra al agua y se dedica a ver los círculos.

—Sé que tu madre no te deseó —continuó, sin poesía—. Sé que te maldijo. Cada vez que te ve, recuerda el peor episodio de su vida. ¿De verdad crees que puedes tapar eso con la mano? Fuiste lo peor que le pudo pasar. Haznos un favor a todos y desaparece.

Hubo un segundo —uno— en que lo pensé. Sí. Lo pensé. Pensar no mata, pero a veces asusta más que morir. Sonreí, porque el humor negro es mi chaleco antibalas.

—Tienes razón —dije, con la voz que uso para no llorar—. Debería hacerles un favor y acabar todo esto. Pero… —me mordí el labio para callar un sollozo— nadie ha escuchado mi versión. Y no voy a ceder ante peticiones egoístas de alguien que vive de la caridad de sus padres. ¿No es así, Mateo?

Le pegué donde duele: el “niño de papás”. Lo detesta. Yo, por dentro, me moría por saber qué se siente. Tener el lujo de no pensar en la nevera. Envidiar duele, sí. Pero se parece a respirar cuando llevas días aguantando.

Me fui. Corriendo, literal, descalza, con los zapatos olvidados junto al pasto y el vals. Alexander me vio, claro. Mateo detrás era pista suficiente de que algo había explotado. Alexander no preguntó. Llamó un taxi. Me esperó en silencio, al lado, como se acompaña a los que sangran por dentro. Cuando pude, hice una reverencia torpe a él y a sus padres. “Gracias por invitarme”, murmuré. Y huí. No deseaba hacer de su fiesta un teatro en llamas.




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