Little Boy

Capítulo 6

«Recordar es fácil para el que tiene memoria. Olvidarse es difícil para quien tiene corazón»
—Heliana

Alexander se tomó en serio el papel de escolta personal. Si hubiera tenido auricular transparente y traje negro, los guardias del instituto lo habrían saludado con la barbilla. Desde la fiesta no me dejó sola ni para ir a cambiar un libro. Me hacía flanco derecho en pasillos, me “acompañaba” hasta la cafetería, me esperaba a la salida del baño con el estoicismo de un ficus noble. Yo, por dentro, me reía un poco. Por fuera, me dejaba. A veces ser protegida también da sueño.

Claro que, entre chiste y chiste, vi el detalle que me borró la risa: el moretón. Uno feo en el brazo, a medio esconder bajo la manga. Y el otro, innegociable, en el ojo derecho de Mateo Alcázar. Una obra en morado pálido con subtonos de “no se habla de Bruno”. Alguien, de noche, había usado la diplomacia de los puños. ¿Por mi culpa? Ojalá pudiera jurar que no, pero los juramentos baratos me dan alergia. Tragué la culpa como pastilla sin agua. La culpa, como la ansiedad, baja raspando.

Me senté en la cafetería con mis viejos hábitos de camuflaje: bandeja discreta, mesa en extremo, mirada que no choca, espalda que aprende a encorvarse justo lo necesario para desaparecer. No sirvió. Alexander apareció con la energía de un festival gastronómico y, detrás, Mauro (la versión humana de un día nublado bonito). Lo que pusieron sobre la mesa fue un retrato hiperrealista del hambre adolescente: cinco sándwiches, dos granizados, dos ramen, dos porciones de kimchi, y—porque el universo ama la abundancia—una avalancha de masas dulces y empanadas de carne.

—Aquí tiene, señorita… —Alexander me extendió la mitad como quien ofrece un salvavidas.

—Yo… Alexander, ¿por qué?

—Debes comer más. Últimamente estás bajando de peso y no me gusta.

—Oh, mira quién habla —le piqué la costilla del ego—. Tú me estás haciendo competencia.

—Vaya… qué honor —dijo con una reverencia mal hecha. Y se quedó mirándome dos segundos de más. Una mirada rara, de esas que quieren decir algo y se atoran en la puerta. Abrí la boca para preguntarle, pero él se adelantó—: Espero que puedas con todo. Yo puedo ayudarte, por supuesto.

—Qué caballeroso —repliqué, mientras me metía a la boca una cucharada de ramen que me calentó la tristeza.

Un chico alto, moreno, se sentó a mi lado con la naturalidad de quien nació en todas las mesas.

—Honey, ¿qué tal te parece tu nuevo apodo? —dijo.

—¡Ese ha sido una gran idea! —aplaudió otro desde enfrente—. Pero, ¿combinará con Hope?

“Honey & Hope”, pensé. Empalagoso y optimista. Sonreí. Dejé que ellos discutieran en qué tono suena mejor. Yo solo quería atesorar lo insólito: pertenecer un rato. Ser parte de la bulla que no duele.

Mauro me empujó discretamente una bolsa pequeña, llena de chocolates con arequipe.

—Menos mal pensé en ti mientras compraba —dijo, bajito—. Cuando te sientas sola, recuerda que no estás sola.

Bum. El corazón me hizo un salto de parque de diversiones. Respiré como quien aprende a aguantar debajo del agua. Sonreí agradecida, guardando el paquete con el ritual de quien protege cosas vivas.

La conversación fue cálida, redonda. Hacía meses que no me sentía así, sentada en un círculo que no pide credenciales. Reímos con anécdotas, inventamos apodos, compartimos bocados. Por un rato tuve familia prestada y amigos a tiempo completo. Pensé en eso que leí alguna vez: “los amigos alargan la vida y bajan la presión”. No sé si mi presión bajó, pero el mundo dejó de apretar.

Y, claro, justo cuando el guion olía a final feliz… entró el antagonista con puntualidad de villano.

Mateo Alcázar tiró un sobre en la mesa. Cayó frente a mí con el ruido específico del dinero que humilla. Él me sostuvo la mirada con desprecio medido, como si no quisiera gastar más de lo necesario.

—Ahí está mi parte —dijo—. ¿Cuánto es tu avaricia? Deberías reconocer tu lugar de una vez por todas, sanguijuela.

Perdón. ¿Qué?

Algo en mí—la versión chiquita que ladra—quiso saltarle a la yugular. Pero descubrí que podía respirar y hablar a la vez.

—Creo que los gatos se te comieron la lengua —contesté, sin mirarlo más de lo necesario—. O el diccionario. Estás repitiendo insultos; ya pierden sabor.

Guardé el sobre sin teatralidad. Sin culpas tampoco. Era mi contrato, mis cláusulas, mi pan. Y si el mundo quería que me avergonzara por sobrevivir, iba a tener que hacer fila.

Mateo se sentó frente a mí. Su presencia llegaba dos segundos antes que él, como un perfume caro que se te mete bajo la ropa.

—¿Ya atrapaste un pez más gordo? —sonrió con un filo que ni los cuchillos japoneses.

—Supongo que mientras existan personas con secretos —repliqué, seca—. ¿Hay algo que quieras contar?

Él suspiró. Intentó agarrar mi celular. Se encontró con mi mano. No pienso dejar que mis cosas sean campo de batalla para sus humores. Sus ojos hicieron una ronda rápida por la mesa: Alexander, Mauro, Honey, Hope, otros tres cuyos nombres todavía aprendía. El ambiente tensó la cuerda.

—Eres tan… —empezó, y se corrigió—. Necesitamos hablar.

Alexander se inclinó apenas. Vi el músculo de su mandíbula trabajar como máquina. No había más reír. Había dos carreteras: explotar o tragar. Yo elegí tragar. Sabe a óxido, pero protege.

—Supongo que están haciendo también la caridad, ¿no? —continuó Mateo, teatral.

—Cállate, Alcázar —escupió Alexander. El apellido, afilado. Algo importante se movió debajo de la mesa.

Mateo le sostuvo la mirada una exhalación de más. Luego, me miró a mí, y sonrió esa sonrisa que anuncia tormenta.

—¿Por qué no responden? —pregunté. No era valentía; era curiosidad suicida.

—No tengo por qué darte explicaciones —contestó él.

—¿Hay algo que deba saber, Mateo? —bajé la voz a modo de alfombra—. Oye, ¿no tienes a alguien más a quien joderle la vida?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.