«El amor no conoce barreras; salta obstáculos, vallas y penetra en muros para llegar a su destino lleno de esperanza»
—Heliana
Apagué el teléfono y fue como bajarle el volumen al miedo. El mundo siguió ahí —gente, buses, el viento con polvo—, pero mi cabeza por fin dejó de vibrar. Me quedé un rato viendo el cielo encajado entre dos edificios, ese rectángulo azul que a veces parece ventana y a veces trampa.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien? —la voz de Alexander me llegó por detrás, tan cerca que di un saltito involuntario—. Me gustaría saber qué escondes.
—Se te da bien asustarme, ¿no crees? —me giré con una mueca—. Y respondiendo a tu pregunta: no pasa nada.
—Eso no es verdad.
—Tampoco soy la única que guarda secretos —le lancé, suave, pero con bordes. Sí, fue golpe bajo. Y sí, me arrepentí apenas salió. No quería que viera la vida de mierda que llevo como si fuera un documental—. No es nada del otro mundo, Alex. Si veo que no puedo con ello, te diré. Y no te hagas el ofendido: no lo dije para hacerte sentir mal. Es solo que estoy acostumbrada a resolver las cosas por mi cuenta.
Se quedó mudo unos segundos. Aproveché para memorizarle la cara: esa mezcla imposible de niño bueno con hombros de adulto que ya cargan demasiado. Mi intuición, esa tía entrometida, me susurró que algo malo se venía. Y no en capítulos: en oleadas.
—Nona… tengo que decirte algo.
Lo miré, pidiéndole con los ojos que hablara.
—Nona, yo…
—¿De verdad estás preparado, Alexander? ¿O no?
Negó, como niño que teme romper un juguete prestado. No me gustó la tristeza pegada a sus pestañas. Guardé mi curiosidad como quien pliega un papel importante. Antes que todo, nuestra amistad.
—No —admitió.
—Entonces no te preocupes —le sonreí—. Cuando te sientas listo, lo dices.
—Nona, yo realmente lo siento.
—No te disculpes con adelanto —suspiré—. ¿Qué clase tienes ahora?
—Biología, segundo piso.
—Ok… —asentí—. Podemos irnos juntos a casa luego.
Se quedó mirándome, sorprendido. Vivimos en extremos distintos de la ciudad y jamás había venido a mi casa. Yo sé casi todo de él; de mí, lo necesario y con asteriscos. Me picó el orgullo. Tal vez ya era hora de abrir una puerta.
—¿Sabes? —me animé—. ¿Te gustaría ir? Es pequeña, pero me sentaría bien algo de compañía.
Asintió. Por primera vez, iba a llevar un amigo a casa. Me dio nervios, de los buenos.
—Nos vemos a la salida, Alexander.
Saqué el teléfono (apagado, pero sirve de cámara). Le apunté sin avisar. El flash le explotó en la cara y él parpadeó, confuso. Me reí, satisfecha: la foto lo capturó tal cual lo quiero recordar. Mi Alexander: sonrisa amable, ojos que perdonan, ese gesto torpe que me salva los lunes.
Biología era una sauna con pizarrón. El profesor, un poeta del rodeo académico, llevaba quince minutos definiendo “osmosis” como si estuviera describiendo un unicornio tímido. La fila del fondo dormía con decoro. En la mitad, algunos tomaban notas con la resignación de quien rellena un formulario eterno. Yo me imaginé el aula con aire acondicionado y casi lloré de felicidad hipotética.
Intenté concentrarme. Debería. El dinero que no tengo igual se invierte en mi educación, ¿no? Si no le pongo todo, ¿de qué vale el hambre de anoche, el turno extra de mañana, las monedas contadas para el bus? Respiré. Osmosis, Heliana. Agua que va de donde hay más a donde hay menos. Como mis ganas de salir corriendo.
—Deberías no dormir en clase.
No reconocí la voz. Solté un gritito pequeño pero suficiente para que la mitad del salón me mirara. El profesor se detuvo, alarmado. Yo me puse de pie tan rápido que la silla chilló de protesta.
—Ah… lo siento —me disculpé, roja, inclinando la cabeza. El profesor, entretenido con mi numerito, aceptó con la mano. Risas generales. Maravilloso: ahora, además de pobre, payasa invitada.
Me llevé la mano a la nuca, avergonzada. Me giré para fulminar al culpable. Y… casi se me cae la mandíbula. Era un chico precioso. No “lindo”, no “bonito”: precioso en el sentido de que la genética se había tomado el día para esmerarse. Su risa era estruendosa y contagiosa, con destellos de “sé que metí la pata, pero prometo entretenerte mientras tanto”.
Quise cambiarme de pupitre. La mano que me sujetó la muñeca lo impidió con delicadeza firme.
—Prometo no reírme más de ti —susurró—, pero no te vayas. Es que eres… única. Y divertida.
Yo, a punto de reír y de insultarlo a la vez, opté por lo tercero: sentarme como si no me temblaran las rodillas.
—Me llamo Kim Seokjin y soy tu nuevo compañero de pupitre —me guiñó un ojo.
“Y soy un coqueto”, completé mentalmente.
—¿Tengo opción de huir? —jugueteé.
—Ahí has herido mis sentimientos, pequeña —puso cara dramática, con sonrisa bailándole en los labios.
—Acuérdate que soy una chica mala.
—Sí, pequeña —dijo, convencido, como quien se anota a un club.
La clase, milagrosamente, dejó de ser tortura. No porque el profesor mejorara, sino porque Seokjin hacía comentarios al margen (“la mitocondria es el alma de la fiesta”, “la célula no tiene aire acondicionado, confirmo”) que no se oían más allá de nuestro rincón, pero a mí me estiraron la boca en sonrisas discretas. Las chicas alrededor suspiraban con descaro. No las culpo: el tipo era guapo en HD.
Salí al baño cuando la biología quiso recordarme que soy humana. En la puerta, estaba Yoongi —el pálido que suele seguir a Mateo—, apoyado como quien cobra entrada. No entendí qué hacía en la salida del baño de chicas.
—Joder —murmuré.
Intenté pasar sin hacer ruido. Misión imposible. Nuestras miradas se cruzaron y su sonrisa sarcástica me dijo “te pillé” sin gastar saliva. Por suerte (para mí), una chica chocó conmigo al salir huyendo. Yoongi la siguió con la calma de depredador que sabe que la presa está cansada. Oportunidad de salir ilesa: aceptar.
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Editado: 25.09.2025