«El primer deber del amor es escuchar»
—Heliana
Manuel me acompañó hasta la parada del bus y se quedó ahí conmigo como si el andén fuera un pequeño país neutral donde nadie podía atacarnos. Hizo el gesto de arreglarme el cabello —en realidad solo tocó el aire a un centímetro— y dijo un “adiós” tan sencillo que me dio ganas de preguntar si estaba bien. Su mirada, sin embargo, llevaba preocupación de fondo, como música que no se apaga aunque cambies de canal.
Lo vi alejarse con las manos en los bolsillos y el paso ese que tiene cuando no quiere que nadie note que carga algo. Dudé dos segundos y, en lugar de perseguirlo con preguntas, me subí al bus como quien se sube a una balsa: con la esperanza de que el siguiente trecho sea más tranquilo.
Apagué el teléfono. No por valentía, por descanso. El mundo siguió su curso sin mis notificaciones: una señora regañando al nieto con amor que araña, un vendedor de mentas con voz de locutor, dos estudiantes compartiendo un audífono, el chofer con paciencia prestada. Miré por la ventana como si el cielo recortado entre edificios fuera un cuadro. No pensé en Mateo. No pensé en Alexander. No pensé en el número desconocido. No pensé en nada, y ese “nada” fue un lujo.
—Ya estoy en casa —anuncié por costumbre, empujando la puerta con la cadera.
Silencio. Casa barrida, vasos limpios, la colcha estirada con esa disciplina militar que solo mi abuela sabe imponer. Las maletas no estaban. Mis abuelos, tampoco. Encontré la nota encima de un pequeño fajo de billetes: “Come bien”. Leí en voz alta el “come”, y el eco sonó a “no te dejes caer”.
Abrí la nevera: platos con comida marcada para sobrevivir sin cocinar. Calenté uno, me senté en mi sala improvisada (una silla, una mesa, la esperanza). Sin televisión, las paredes hacen de compañía suplente. Masticar caliente, en silencio, fue como oír una oración que ya me sé. “Gracias”, le dije al plato y a quien lo dejó. El amor, en esta casa, se sirve con cuchara sopera y refractaria.
Me acosté sin cambiarme. En la almohada, los buenos recuerdos hacen de anestesia. No quise pensar en mañana. No quise ensayar frases para defenderme. Solo quería estar acompañada, aunque fuera por el ruido del barrio: ladridos, una moto, risas de radio lejana.
—Mmm… ¿Has visto a Alexander?
Manuel —ya nos aprendimos los nombres sin chocar— negó con suavidad. Tanta que me dieron ganas de abrigarlo.
—Nona, no sé dónde está —dijo, moviéndose en el asiento como quien se acomoda una preocupación.
—Eso es raro —murmuré—. Siempre están juntos. —Me mordí la lengua para no sonar celosa. No soy su agenda, soy su amiga… repítelo, Heliana—. Igual me alegra verte, Manuel. Últimamente Alex ha estado… extraño. Probablemente es idea mía y mi paranoia con zapatos. Es la primera vez que tengo personas que quiero de verdad en mi vida y… —lo miré; vi dolor en sus pupilas y aparté la vista—. Supongo que mis miedos están de fiesta.
—¿Y eso…?
—Tengo problemas para entablar amistad — dije, directa, como si confesarlo desinfectara—. Siempre temo que me traten como me trata parte de mi familia.
Manuel parpadeó. Primero confundido. Después, indignado. Se le puso roja la punta de las orejas. Tierno.
—¡Nona, eso es mentira!
—Claro que no —bufé, contando los años en que fui invisible por decisión ajena—. ¿Qué harás ahorita?
—No cambies de tema.
Se nos tensó el aire entre las frases. Primera vez que lo veía enojado… ¿por mí?
—¿Qué?
—Eres brillante. Debes tener muchos amigos. Y, encima, eres genial.
—No lo sé —miré la mesa—. Creo que solo puedo ser así con las personas correctas. —Me escuché y rodé los ojos—. Suena cursi, pero… es cierto. Uno puede ser uno mismo con las personas correctas.
Las mejillas de Manuel se colorearon. Idiota, me dije, por dejar salir la ternura en público.
—No te entiendo —soltó—. Te mentalizaste para creer que eres rara, pero eres excepcional.
—¿Por qué yo? —pregunté al borde del colapso—. ¿Cómo ves algo que yo no alcanzo? ¿Por qué te empeñas en mostrarme a alguien que obviamente no soy?
Parpadeó lentísimo. Como si tratara de desenredar un cable invisible.
—Es que, por más que me esfuerzo, no logro ver tu versión mala de ti —respondió—. Supongo que estoy equivocado… o que tú estás usando un espejo roto.
Cerré la boca. La palabra “cuidado” quiso salir vestida de “cállate”. La devolví.
—Olvídalo, Manuel. Es nuevo para mí. Es la primera vez que alguien cree en mí y… —en mi cabeza completé: y me trata con cariño.
Silencio largo. De esos que te enseñan tu respiración.
—No quiero hacerte sentir triste —dijo él, flojito.
—No es tu culpa —tragué—. Me da miedo. —Otro silencio. Me escuché el corazón pateando puertas. Salir de la zona de confort duele como crecen los huesos.
Carraspeé. Cambio de tema improvisado.
—¿Está todo bien?
—S—sí…
—Ok. Yo me voy primero. Nos vemos luego.
Me fui rápido, como quien escapa de un abrazo que no sabe dónde va a terminar. Busqué refugio en música.
Puse mi playlist. Canté, bajito, para mí. I’m in serious shit, I feel totally lost… If I’m asking for help, it’s only because… La canción me sangró lo justo. Being with you has opened my eyes… Could I ever believe such a perfect surprise? Cada línea me desarmaba con precisión. I keep asking myself, wondering how… I keep closing my eyes but I can’t block you out… Sube y baja, como mis días. Wanna fly to a place where it’s just you and me… Canté. Nobody else, so we can be free… Y, aunque el inglés se me atoraba en las “r”, sentir me salía natural.
Paré. Respiré. Al fin me animé a subir el cover que grabé ayer para mi canal. Media cara, guitarra vieja, pared limpia, voz temblona. YouTube puede ser abrazo o patíbulo; hoy elegí creer en el abrazo. Título sin drama. Descripción sin biografía. Subir. “Publicando…”. Paciencia. Si nadie lo ve, al menos yo me vi cantando sin vergüenza. Ya es milagro.
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Editado: 25.09.2025