«Nunca nadie me dijo que el dolor se sentía como se siente el miedo... La misma tensión en el estómago, el mismo desasosiego»
—Heliana
Vaya, vaya, vaya… pensé, intentando no rodar los ojos. No mires. No reacciones. Respira. Me corrí apenas un centímetro en la banca, lo justo para que la dignidad respirara.
—Parece que el destino nos quiere juntar —dijo esa voz que reconozco aunque me tape los oídos.
No tenía que girar para saber quién era. Los pasos de Jimin siempre suenan como si los practicara frente al espejo.
—Ahhhhh sí, en eso te doy la razón, amigo mío —respondió su sombra sin presentarse, con esa risa que nunca decide si se ríe de ti o contigo.
Intenté que mi gruñido no fuera audible. Fracasé. ¿Por qué a mí? De todas las sillas vacías del salón, de todos los universos paralelos donde yo hubiera tenido aire, vinieron a sentarse justo aquí. Jimin y su amigo se han burlado de mí lo suficiente como para que mi piel los detecte a distancia. Y, de pronto, se me pegan como si fuéramos equipo de toda la vida. Vaya casting del destino.
Para rematar, Mateo Alcázar flotaba por el pasillo. No hace falta que hable: su presencia llega dos segundos antes, como perfume caro. Mi cuerpo, traidor, soltó señales que yo no firmé: latidos acelerados, mejillas calientes, manos sudadas. Sin armadura, sin casco. Vulnerable frente a dos chicos que, en el mejor de los casos, me toleran por la nota del taller.
Trabajo en equipo, dijeron. Anzuelo con carnada. Yo pescada. Decidí hacer lo que sé: inclinar la cabeza, escribir rápido, terminar lo nuestro. Las sonrisitas de ellos —esas intermitencias de “algo sabemos que tú no”— me cosquillearon la espalda. Jimin, curiosamente, estaba menos payaso. No entendí. No pregunté. Una parte de mí quería que el silencio hiciera su trabajo.
Los hombres dicen que somos complicadas, como si vinieran con un instructivo que nadie lee. Nosotras también necesitábamos una guía, señores. El plan de la chica en las películas es que llega el chico ideal y se desarman los malos. Acá llega el chico y los malos se multiplican. ¿Cómo hago para que el corazón deje de remar contra su jaula? Respiro. Suelto. Repito. No le gustas. No te gusta. Es el taller. Punto. Me lo tatuaría con marcador, si funcionara.
La vi pálida, temblor en las manos, la boca hecha un rizo triste. Dudé un minuto. Discusiones internas se empujaron entre ellas. Interviene. No te metas. Interviene. Fui.
—¿Estás bien? —pregunté con la voz bajita, como para no asustar.
Asintió sin estar de acuerdo con su propia cabeza. La acompañé a una banca, busqué un tema neutral y terminé ofreciéndole silencio. A veces hablar aprieta.
Estornudó. Le pasé un pañuelo. Y entendí: no era alergia, era llanto. Le costaba respirar con tanto nudo.
—¿Por qué estás así? —insistí, suave.
Ella iba a responder cuando Jimin llegó con zancadas de drama. Me levantó del banco más brusco de lo debido. Su cara cambió al ver con quién estaba.
—¿Estás bien? —le preguntó a ella.
—Sí, Jimin, solo me caí. Lamento haber llegado tarde a nuestra cita, yo…
Mi estómago hizo ese ruido que no hace falta traducir. La sonrisa se me desconectó de la cara. Me odié un poquito por ser masoquista: si vienes a ayudar, te quedas a escuchar. Error. Me puse de pie.
—Soy Miladis —dijo ella, tímida, como disculpándose por existir.
—Mucho gusto —alcancé, y me fui con la dignidad en modo manual.
—Ignórala, Milu —Jimin, a mi espalda—. Es una chica bastante rápida. ¿Segura que te sientes bien?
—Ajá… pero creo que arruiné nuestra primera cita…
Perfecto. El universo colgó un letrero de neón: no sigas leyendo. Obedecí. Me alejé a la velocidad exacta de quien no quiere desmoronarse en público.
—Manuel.
—¿Mmm?
Dime la verdad sobre Alexander. La frase asomó dientes y yo la escondí.
—Sé que es de más preguntar esto, pero… ¿todo está bien?
Se atragantó con el café. El vaso hizo ese tac de hielo contra vidrio que suena a nervio.
—Yo… yo creo que no soy la persona correcta para decírtelo.
—Ahí ya. —Levanté las manos—. A veces me pregunto por qué todo tiene que ser un misterio. Si alguien hace algo, lo decidió, ya está. Admitirlo no debería costar tanto. Siento que no estás siendo del todo real conmigo y… necesito que no nos veamos más hasta que sepa la verdad.
—Entendido —dijo, pero la voz se le quebró debajo de la palabra.
—Igual —respiré—, me alegró conocerte.
Manuel enrojeció de golpe. Tomate, semáforo, alarma.
—¿Qué…? Nona, yo tengo sentimientos reales de cariño hacia ti. Pero es que…
Se quedó sin verbo. Lo miré con los ojos entrecerrados. Ahí estaba: miedo. Miedo y lealtad. Dos perros peleando.
—Un momento —le corté, amable—. Cerremos aquí. Sé que sabes. Y que no me lo vas a decir.
—¡No soy un mentiroso! —soltó, herido—. Solo… no me toca hablar de problemas de otros.
—Sin comentarios.
Me puse de pie. La silla chilló como juez. Él estiró la mano, un “espera” en el aire.
—No te preocupes —dije, y me alejé—. Igual me tengo que ir. Buen día.
Necesitaba mi territorio. El mío de verdad: mi silencio, mis pasos, mis esquinas. Pensé en un taxi. Cambié por caminata. Todavía había luz. Y entonces lo vi.
—Hey, Alexander…
Me esperaba en la salida, raro en él. Hacía días que no cruzábamos horarios, o yo me estaba volviendo la actriz principal de mi novela de tragedias. Baja el drama, me dije. No eres el centro del mundo. Eres el centro de tu mapa. Dos cosas distintas.
Pasé de largo. Si no iba a hablar, yo tampoco. Pero a último momento me detuve, porque la justicia sentimental me pellizcó la espalda.
—Los amigos están en las buenas —le dije, sin girarme.
—En las malas —contestó él, bajito.
—Y en las jodidas —rematé, más para mí que para él.
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Editado: 25.09.2025