«Nadie puede librar a los hombres del dolor, pero le será perdonado a aquel que haga renacer en ellos el valor para soportarlo»
—Heliana
Tres meses después.
Despertar dolía. En todas partes, pero sobre todo en el pecho, como si alguien hubiese aprendido a bordar con agujas dentro de mis costillas. Lo primero que vi fue techo blanco de hospital; lo segundo, un traje oscuro, postura de estatua, mirada de “tenemos pendientes”. Por un instante, pensé: “ah, así se ve morirse”. Luego parpadeé y la realidad—esa señora nada sutil—me puso la cuenta en la bandeja: no me había ido.
Un susurro barato en la cabeza intentó colarse: siempre fallando, ¿no? Lo saqué a escobazos. No quería condolencias ni sermones. Quería silencio. Y un vaso con agua. Y dos minutos para reunir las piezas que aún tocaban música por dentro.
“¿Quién me extrañaría si me hubiera ido?”, me pregunté con esa costumbre mía de pincharme justo donde arde. Me respondí sin drama: poca gente, pero gente. A veces el amor no llena estadios, pero te sostiene el pulso.
Respiré. Dolió. Igual respiré. El traje dio un paso. Antes de que me hablara, otra mano me encontró. Tibia, fuerte. La dueña sonrió con una tristeza dulcísima, como esas canciones que curan despacio. Cerró los ojos, apretó mi mano derecha y, en voz bajita, oró. El mundo, por un segundo, se quedó quieto. El traje carraspeó; el celular sonó entre sus manos. Le hizo señas a la mujer: “¿puede?”. Ella me acercó el aparato.
—¿Hola? —Mi voz era una bicicleta sin aire en las llantas.
—Soy tu padre —dijo una voz grave, desde muy lejos y demasiado cerca—. Lo siento. Siento no haber estado. Siento haber confundido juventud con impunidad y… lo siento todo.
No entendí si estaba en un sueño mal editado o en la secuela de mi vida. Me hervía la garganta.
—No sé quién eres ni qué quieres. No sé por qué llamas. ¿Cómo tienes la valentía…? —Se me hizo nudo el nudo—. ¿Por qué le hiciste eso a mi mamá?
—Lo siento muchísimo —insistió, y escuché cómo se rompía—. No sabes cuánto.
—“Lo siento” no hace que mi madre me quiera —le escupí, seca—. Dame eso. Dame el milagro de que me ame.
—No puedo —dijo, y al otro lado hubo un silencio lleno de disparos que todavía no sonaban—. Cometí muchos errores. El del que naciste no fue el más grave, aunque debió bastar para cambiarme. Fui un mal hombre. Quise ser lo que mi padre aplaudía. No miré a quién aplastaba. Me enamoré de tu madre desde el primer día y ella solo me vio con ira. La… la compré en una subasta —la palabra quedó colgando—. La habían secuestrado. Pensé que al “rescatarla” me debía algo. Me debía todo. Y cuando se enamoró de mi mejor amigo, la maldije. Era mi esposa—comprada o no—y creí que el respeto se compra.
Se escucharon voces, pasos, otra voz detrás de la suya: “¡ya!”. Yo me quedé congelada, dándole forma a una frase que no sabía por dónde agarrar sin quemarme.
—Hay cosas que no debes saber ahora —continuó—. Solo esto: yo sí te quise. Mal, a destiempo, desde un lugar roto. Obedece a Danna. Ella te cuidará. Yo voy a buscarte. Te debo respuestas, te debo el no daño que nunca supe darte. Prometo que no estarás más sola.
Y colgó. Sin redención ni firma. La mujer del traje—mi recién salvavidas—me quitó el teléfono con delicadeza quirúrgica. Me miraba como si, además de paciente, fuera fantasma y espejo. Tenía ojos conocidos. Yo estaba lista para pedir explicaciones, pero se me adelantó:
—Hola, pequeña. Soy Danna. Tu tía —dijo. Sonrió grande y apretó otra vez mi mano—. Ahora todo va a estar bien, ¿va? Te voy a cuidar. Siempre.
Lloró. Feo, honesto. La abracé como pude entre cables. Fue tibio. Fue casa. Fue suficiente para darle a la vida un sí chiquito.
El mundo siguió con su ruido: camillas, pasos, órdenes susurradas, notificaciones de máquinas que no entienden de poesía. Danna me contó lo que podía: los trámites, la trabajadora social, la investigación en curso; lo que no podía: el paradero incierto de él, los tíos que nunca supe que tenía, los papeles que me faltaban para dejar de ser “nadie” ante el Estado. El doctor se asomó al rato, con el gesto de quien trae buenas noticias y un “pero” en el bolsillo. Dijo que estaba estable. Dijo que había sido duro. Dijo, con respeto cuidadoso, que a veces el cuerpo obedece y la voluntad tarda. Yo hice lo que mejor se me da últimamente: escuchar. El dolor sigue, el miedo baja, el valor no viene solo; se entrena. Me prometí entrenarlo.
Las semanas que siguieron fueron de fisioterapia, de sopa insípida, de oraciones a tres manos (la de Danna, la de abuela por teléfono, la mía cuando nadie me miraba), de mensajes sin responder (Alexander), de mensajes sin enviar (Mateo). Practiqué decir “quiero” en voz alta: quiero seguir. No por mérito; por terquedad.
El día que me dieron el alta, afuera llovía como si alguien allá arriba nos lavara el barrio con ganas. Danna me cubrió con un paraguas rojo ridículo. Caminamos despacio. Cada charco era un checkpoint.
—¿Vuelves a clases? —preguntó, midiendo mi cara.
—No todavía —dije—. Primero… aprendo a no temblar. Luego vemos la tabla periódica.
—¿Y esos chicos?
—Los que me quieren, sabrán esperar —sonreí, aprendiendo a pronunciar sin prometer—. Y los que no… que sigan su función.
—Mateo.
Llovía como si el cielo tuviera deuda atrasada y estuviera pagando intereses. Alexander no respondía mis llamadas. La ciudad olía a ozono, a susto de trueno, a esas noches en las que pasan cosas que luego nadie cuenta bien. Yo quería estar en el hospital, preguntar por ella, sentarme en la sala de espera y no hacer ruido. Me había aprendido de memoria el camino hacia el piano para cuando necesitara volver a respirar por los dedos, pero esa noche lo único que quería era decir perdón.
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Editado: 25.09.2025