«Nos juramos un trato sencillo y rompimos la única regla: no sentir.»
—Heliana
La mañana de la mención de honor empezó con el sonido más cursi y más bonito del mundo: los besitos en ráfaga de mi tía Danna intentando despertarme sin usar la alarma del celular. Yo, que antes me levantaba con el estómago apretado y la mente corriendo por delante del día, abrí los ojos y lo primero que vi fue su cara de “tienes que ver esto”: Ana, mi primita, con un body amarillo chillón y un lazo que parecía antena. Si la felicidad tuviera uniforme, sería ese lazo.
—Arriba, princesa —canturreó Danna, sacudiendo la cortina para dejar pasar un sol imprudente—. Hoy te aplauden por escribir y por existir. Y no se vale llegar tarde a tu propio aplauso.
—Cinco minutos… —supliqué con la dignidad de un calcetín.
—Te doy tres y media —dijo Alejandro desde la puerta, con una taza de chocolate y un pan que olía a perdón—. Y si no, entro con Ana a cantar “Los Pollitos” en modo concierto.
Charles Darwin habría desistido de la evolución si le hubieran cantado “Los Pollitos” a las seis y veinte. Me senté riéndome. Me serví chocolate. Mojé pan. No sé si los neurocientíficos ya lo confirmaron, pero el pan caliente cancela miedos por quince minutos.
Me bañé, me peiné la trenza entera que Danna me insistió para “vernos serias”, y me puse el vestido que ella me regaló: sencillo, firme, bonito. Alejandro abrió la puerta con solemnidad de chofer de reina y, cuando me vio, se puso nervioso en la parte de “sobrina que crece”, ese momento en el que a los tíos se les junta orgullo con nostalgia.
—A ver, a ver —dijo, ofreciéndome el brazo—. Señora Heliana, su carruaje.
—Señor Alejandro, su propina depende de que no me haga chistes en el podio —le guiñé.
—No prometo nada —rió Danna, ajustándome el lazo de la trenza—. Hoy estoy sensible.
Salimos. El barrio olía a pan recién horneado y a cilantro —sí, lo sé, divide familias—. El cielo jugaba a ser lienzo, y por primera vez en mucho tiempo sentí que yo no era la mancha, sino la línea. Subimos al carro. Ana practicó su nuevo deporte: agarrarme el mechón suelto y reírse como si yo fuera el mejor juguete.
El coliseo del instituto siempre me había parecido demasiado grande. Ese día se me encogió y me abrazó. Padres, abuelas, amigos y enemigos convertidos en espectadores. La psicóloga repartía pañuelos como si fueran diplomas. La rectora, con voz de locutora, anunciaba nombres y el eco repetía dos veces cada logro.
Busqué con la mirada una cara conocida y la encontré sin esfuerzo. Alexander, con una bolsa de panadería. Me levantó la bolsa como quien muestra un trofeo. Entendí el mensaje sin palabras: no venía con discursos, venía con pan. Me acerqué. Nos miramos. A veces uno tiene que atravesar el puente del ridículo para llegar al territorio de la verdad.
—¿Hiciste fila? —le dije, porque empezar por el pan era más fácil que empezar por las culpas.
—¿Crees que llegué temprano por ti? —intentó bromear, pero la comisura de la boca le tembló—. Llegué por el dos por uno.
Reímos. Se nos aflojaron tres nudos de golpe. Caminamos hasta una banca. Detrás de nosotros, Yoongi saludó con un gesto mínimo, ese que significa “estoy, pero no invado”. Seokjin me hizo una mueca de modelo en pasarela y casi me saca un “no me hagas reír que lloro”.
—Traje cosas de limón —dijo Alexander, abriendo la bolsa como si revelara una sorpresa—. Son tus favoritas.
—Me espías, entonces —acusé.
—Te escucho —corrigió, serio—. Estoy aprendiendo.
Nos quedamos un momento en esa palabra: aprender. La gente cree que el perdón es una palanca. Es más bien un músculo cansado que se fortalece con repeticiones pequeñas y sin foto. Alexander no me pidió que borrara lo que pasó. Me contó que dejó de jugar con quienes jugaban conmigo, que la terapia lo estaba asustando para bien, que su madre le dijo que la lealtad no es “quedar bien” sino “hacer bien”, que la culpa sirve únicamente si empuja a reparar.
—No sé si algún día baje la deuda —admitió—. Pero puedo pagar la cuota de hoy.
—La de hoy es estar aquí sin hacer show —le dije, agarrándole la mano un segundo—. Y traer limón.
Me sonrió con alivio. A veces somos simples: un gesto y medio pan arreglan mejor que veinte párrafos.
Nos interrumpió el altavoz. Llamaron mi nombre. Danna chilló como si fuera compactadora de felicidad. Alejandro me aplaudió con ambas manos encima de la cabeza. Yo caminé al frente con el corazón corriendo y las piernas en negociaciones. La rectora me entregó la mención. “Por excelencia académica y resiliencia ejemplar”. No me gustan las medallas que convierten el dolor en medalla, pero que el instituto supiera nombrar lo que pasé —sin espectáculo— me hizo sentir vista.
—Heliana —me dijo la rectora, ya sin micrófono—, sigue escuchándote. Ahí está tu brújula.
“Escucharme”. Casi río. Pensé en lo lejos que había llegado el eco de aquella frase.
Volví a mi puesto. Danna lloró sin disimulo. Alejandro pidió pañuelos como quien pide agua en un maratón. Ana se durmió rendida después del grito. La ceremonia siguió su curso de nombres y fotos que luego alguien imprimirá mal cortadas.
Yo no vi a Mateo. No me hizo falta verlo para saberlo. En algún lugar, en algún borde, el piano sonó. No en el coliseo: en mí. Un remate de acordes que reconocería aunque los tocaran con cucharas. No me levanté a buscarlo. No me quedé congelada para que me encontrara. Cuando el corazón reconoce una melodía, no hace falta salir corriendo. Me di ese lujo: quedarme, sentir, no perseguir.
Después de la ceremonia, Danna decidió que había que “celebrar con carbohidratos”. Fuimos a un restaurante pequeño donde el menú parecía un poema de abuela: sopa, sudado, arroz con leche. Alejandro preguntó si aceptaban riñones como forma de pago “por si acaso”, el mesero dijo que aceptaban sonrisas, yo puse una grande —por mí y por todos mis compañeros— y nos trajeron tres porciones generosas.
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Editado: 25.09.2025