Narrador
El aroma a café y las tostadas, llenaba cada rincón de la gran mansión de Adrián. Él bajó las escaleras con la corbata ya anudada, perfectamente vestido y perfumado. No se podía negar la belleza que destilaba, que hasta su sirvienta suspiraba cada mañana al verlo a pesar de parecer su abuela. Buscó a Cielo con la mirada. La encontró en la mesa del desayuno, removiendo los cereales en su tazón con lentitud y si ganas de mirarlo.
Cielo era su batería para salir cada mañana con esa energía y amor que le daba siempre.
—Buenos días, cariño—dijo Adrián, intentando sonar alegre. Dejó el maletín junto a la silla y se sentó frente a ella.
Cielo solo emitió un gruñido que le dio risa y al mismo tiempo preocupación, no había visto esa faceta en su hija.
—¿No vas a saludar a papá? —insistió Adrián sirviéndose café.
Cielo levantó el rostro y sus ojos, finalmente miraron a su padre.
—Hola, papi—su vocecita salió apretada entre sus dientes.
Adrián suspiró, dejando la taza sobre la mesa luego de dar un tragó.
—Cielo, mi amor, no puedes seguir molesta. No sabes quién es esa persona. No es seguro que hables con gente que no conocemos. Es para que estés bien.
—¡No entiendes, papi! —Cielo lanzó la cuchara contra el tazón, salpicando leche. No fue un acto de malicia, sino de pura frustración —, ¡es mi amiga, mi única amiga!
—Mi niña… — susurró Elena y Cielo parpadeo al ver lo que acaba de decir.
—L-lo siento… Tú también eres mi amiga, y mi nana, tengo un corazón muy grande — le sonrió a ella y luego miró a su padre borrando su risa—, pero no para todos.
Adrián le dolió, se inclinó hacia adelante, intentando captar su mirada y sostuvo con sus dedos su mentón y le sonrió con amor, Cielo era su vida.
—Cielo, entiende a papá, solo quiero cuidarte. Emma.., ¿verdad? —Cielo asintio en aprobación —, no sabemos nada de ella.
—Es mi amiga. ¡Y la quiero! —Las palabras de Cielo eran un lamento—, no tengo a nadie más.
—¿No te bastamos nosotros? ¿No te bastamos tu nana, tio Marcelo y yo? —Adrián trató de que su voz sonara calmada, pero sentía la frustración crecer en su pecho. Quería que ella lo entendiera, que viera la preocupación en sus ojos—, vamos, una sonrisa, cariño. Hoy tengo mucho que hacer y necesito un buen comienzo.
En Cielo no había rastro de sonrisa en sus ojos, solo una terquedad.
Adrián negó con la cabeza, sintiendo el peso de la negativa en su garganta al ver que no respondió sino que se bajó de su silla con torpeza y se fue.
Elena, aprieta el trapo de la cocina con sus dedos, antes de hablar.
—Señor… —dijo, con su habitual tono respetuoso, pero con un matiz de urgencia—, necesito pedirle el teléfono de la casa. Tengo que llamarla y es importante.
Adrián giró la cabeza hacia Elena, había desconectado el teléfono fijo después de lo que pasó con Cielo.
—No—dijo Adrián, con firmeza —, el teléfono de la casa no puede usarse por ahora.
Elena parpadeó, sorprendida.
—¿Pero, señor…?
—Llame de su teléfono —Adrián sacó su billetera y dejó un fajo de dinero que se sintió como humillación para Elena—, lo que cueste la llamada. Yo lo cubro, aquí tiene. Pero el teléfono de la casa queda prohibido para Cielo y para todos, y esconda bien el suyo. Cielo no debe acercarse a él. Bajo ninguna circunstancia.
Cielo estaba a mitad de la escalera escuchando todo, invisible para ellos. Un nudo grande y apretado se formó en su garganta, pero no lloraría. Su papá no la dejaba hablar con Emma y ahora, ni su nana podía usar el teléfono. La tristeza se mezcló con un calorcito en su estómago y una idea que sabía que enojaría a su padre volvió a cruzar su cabecita. Si no podía llamar a Emma, entonces…, ella tendría que ir a buscar a Emma. Cielo necesitaba a su amiga y seguir dejándole mensajes a su mami y sin entender distancias ni peligros, solo sentía una urgencia: tenía que ir por su amiga Emma.
❤
Adrián se enfrentó al tráfico, lento y ruidoso, no ayudaba a calmar el nudo en su estómago. En su cabeza se repetía la imagen de Cielo, con sus ojos llenos de esa terquedad herida, y la frase: "No tengo a nadie más". No podía tolerar la idea de que su hija, tan vulnerable pudiera estar expuesta a un peligro que él no podía ver ni controlar. La empresa podía esperar. Lo más importante era proteger a su pequeña.
Condujo hasta la estación y estacionó el vehículo, ignorando las miradas y se dirigió a la entrada con pasos firmes.
El aire dentro de la estación era pesado, una mezcla de papel viejo y café quemado. Un murmullo constante de voces y radios creaba una atmósfera densa. Adrián se acercó al mostrador principal, donde un joven oficial con la mirada distraída tecleaba en una computadora, sus ojos no dudaron en mirar a la mesa donde antes estuvo la oficial que lo atendió el día que vino con su hija.
—Necesito hablar con el Capitán Becerra —dijo Adrián, su voz más firme de lo que se sentía por dentro.
El oficial levantó la vista, escudriñándolo un momento, pestañando varias veces al notar su atractivo.
—¿Tiene cita…?
—No. Soy Adrián Deveraux. Dígale que es urgente y personal.
La oficial asintió y tomó el teléfono, murmurando el nombre de Adrián en el auricular. Tras unos segundos, colgó.
—Puede pasar. Despacho al fondo, a la…
—Lo sé— soltó y se abrió paso por los pasillos.
El corazón le latía con fuerza. La última vez que había estado allí, la situación había sido delicada y no se refería a la multa de tránsito de hace semanas. Había confiado en Becerra tiempo atras y ahora, necesitaba de nuevo su ayuda, pero esta vez por la seguridad de su hija.
Llegó a la puerta marcada y tocó dos veces. El Capitán Becerra, estaba sentado detrás de un escritorio abarrotado de papeles. Levantó la vista por encima de sus gafas de lectura y una media sonrisa se dibujó en su rostro.
—Sr. Deveraux, pero qué sorpresa —dijo, su voz rasposa —, pase, siéntese.
Editado: 28.07.2025