Llamadas al cielo

CAPÍTULO 25: Parque

Emma

Han pasado tres días desde aquella noche en que Cielo me preguntó por Dios. No lo volvió a mencionar, pero su forma de abrazarme ha cambiado. Ahora es más intensa, más silenciosa. Como si en cada abrazo intentara quedarse con una parte mía, y al mismo tiempo, soltar un pedacito de su dolor. En estos tres días hemos compartido más de lo que imaginé posible: cuentos a media tarde, siestas en la alfombra, desayunos en familia…, una familia que no es mía y con un Adrián que no deja de observarme. Pero, Cielo manda, y yo la obedezco, si ella quiere que cada comida sea así, lo será. Porque en su voz hay una ternura que ordena sin imponerse, que desarma sin querer.

Adrián casi no habla. A veces pasa frente a nosotras con la mirada en otro lugar, pero otras se detiene, aunque no diga nada. Lo siento. Su silencio pesa. Me observa, como si intentara decodificarme, como si buscara en mí alguna razón, alguna advertencia, algo que no se ve a simple vista. Pero no dice nada y yo tampoco.

Esta mañana, Cielo despertó temprano, como si tuviera un secreto. La vi dar vueltas por la habitación, inquieta, saltando en un solo pie y luego en el otro, sus labios se abrían para decir algo pero no lo hacía, como buscando las palabras adecuadas.

—Emma, ¿hoy podemos ir al parque? —preguntó deteniéndose frente a mí.

Me tomó por sorpresa.

—No sé si...

—¡El parque, el parque! —gritó, girando sobre sí misma, con los brazos extendidos. Reía con fuerza.

<<Dios como un padre prefiere tenerla entre muros de oro y cristal>> pensé y en eso, Elena entró, secándose las manos con un pañuelo de cocina. Su cara era la mezcla exacta entre desaprobación y miedo, parece que escucho a Cielo.

—No pueden salir, señorita Emma. El señor Adrián no ha autorizado ninguna salida—Su voz era firme, pero sus ojos, no.

La miré un instante. Luego miré a Cielo, que me observaba como si yo fuera la encargada de salvar su mundo.

—Vamos a ir —dije firme.

Elena parpadeó, y luego, sin decir nada más, se dio media vuelta y se fue.

Cielo corrió y buscó su ropa en su clóset otra vez el vestido de lunares, le dije que para el parque se va con mono y sudadera, me levanté y revisé y no tenía nada de ropa deportiva así que terminé por vestirla con un pijama.

—Espera, espera —me dijo Cielo, levantando un dedo antes de que la ayudara a ponerse las botas—, tenemos que llevar dinero.

Corrió y regresó con una pequeña caja rosada entre las manos. La abrió con ceremonia y dentro había billetes arrugados de Monopoly.

Me agaché a su altura y le sonreí.

—Cariño, ese dinero no es real. Es solo para jugar.

Ella frunció el ceño casi molesta o ofendida.

—Este si es dinero de verdad, sabes mi papi tiene de ese... —alargó la "ese" como si tratara de recordar—, en papel. Y lo guarda en su cuadernito negro.

—Eso se llama chequera y ese cheque, es como una promesa de dinero. Pero tampoco es como este, el dinero de Monopoly es solo para jugar.

—Ah... —dijo, pensativa—, ¿y el verde?

Sonríe con picardía

—El verde sí. Ese es el que vale.

Me guió con la mano casi arrastra a la habitación de su padre.

—Ven.

Ella tiraba de mí con fuerza y yo tropezaba, aunque tenía los lentes puestos. Los movimientos me desorientan a pesar de tenerlos. Entramos a la habitación de Adrián. Me detuve un segundo, porque todo en ese cuarto tenía una presencia densa, masculina. Olía a él. Ese perfume amaderado, fuerte, lo sentí en la garganta y mis mejillas ardieron.

Cielo se subió a una silla y retiró con esfuerzo un cuadro de la pared. Era una foto de ella, con apenas un pañal y una sonrisa sin dientes. Detrás, una caja fuerte empotrada.

—Pon el nombre de mi mami —me dijo, estirando los brazos para que la cargara.

Sentí una punzada en el pecho. Obedecí. Marqué las letras con cuidado. El clic del sistema reconociendo el código me estremeció. Dentro había lo que parecía álbumes con tapas de cuero, joyas y fajo tras fajo de dinero.

Tragué saliva. Había tanto poder en ese espacio tan pequeño.

Agarré un solo billete, casi por reflejo. Pero Cielo, riendo, se inclinó y tomó un fajo entero.

—¡No, no, no! Esa cantidad no, Cielo.

Ella reía más fuerte.

—Tío Marcelo siempre agarra mucho.

—¿Tu papá sabe eso?

Se encogió de hombros.

—Tal vez. Es su amigo.

Bajamos las escaleras con cuidado, aunque ya más rápido que antes y Elena estaba vestida muy bonita con un vestido floreado largo y un turbante.

—No me pienso quedar aquí. Esta es la adrenalina más grande que he vivido en esta casa en años.

Cielo tomó su mano y la mía también. Cuando llegamos a la puerta principal, los dos hombres de seguridad que Adrián había contratado se interpusieron con los brazos cruzados.

—Lo sentimos, no pueden salir sin autorización directa del señor.

Antes de que pudiera abrir la boca, Elena se adelantó y sacó un rodillo de cocina de su cartera. No preguntes por qué lo llevaba consigo. Solo lo alzó y lo agitó frente a sus narices.

—Tengo este rodillo y ninguna paciencia —dijo en un gruñido—, si no se apartan, voy a usarlos de masa de empanada. Y les aseguro que no se van a ver bonitos sin dientes.

Uno de los hombres palideció. El otro hizo una señal silenciosa con la cabeza y ambos se hicieron a un lado sin decir palabra.

Me temblaron las manos y Cielo saltaba, tarareando una canción inventada mientras miraba al Cielo con una sonrisa y yo sentía el corazón desbocado, Elena detuvo un taxi y minutos después llegamos al parque. Cielo corrió hacia los columpios. Su risa llenaba el aire y la seguí con la mirada. Cada vez que giraba, buscaba mi cara y yo le sonreía.

Me senté en una banca. Elena fue a comprar helado. Pero entonces vi a lo lejos a sus hombres vigilando. Sentí una punzada de molestia porque al final no confiaba en que yo pudiera cuidar a su hija, no les presté más atención y me enfoque en Cielo. Mientras la miraba, supe que estaba aceptando algo. No lo decía en voz alta. No lloraba. No hablaba de su mamá. Pero en sus gestos, en la forma en que cerraba los ojos al balancearse, entendía. Estaba soltando. Estaba dejando ir, poco a poco.




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