Emma
Los últimos días habían sido un caos de emociones, y mi cabeza no dejaba de dar vueltas. Llevaba una semana entera huyendo de Adrián, evitándolo como la peste. No tenía las fuerzas, ni el valor, para verle la cara. No podía con eso. No podía destruir su corazón, no sería capaz de causarle ese daño a él.
Adrián me había abierto las puertas de su casa, me había ofrecido un trabajo y me había permitido estar con Cielo. Pero ahora, cada gesto suyo, cada palabra, se sentía falsa y dolorosa. ¿Lo hacía por ser una buena persona, o solo porque él también sabía que yo era la madre de Cielo? Esa pregunta me taladraba el alma, dejándome sin aliento, sin saber qué creer.
<< Dios, ¿qué haré con todo esto?>>
Me sentía atrapada entre la gratitud y la traición, entre el deseo de estar cerca de Cielo.
Cielo… Su imagen tierna vino a mi cabeza en medio de tanta angustia. Seguramente ya debía estar despierta, llena de energía y preguntas. Pero, sentía tranquila al respecto. Anoche, le había explicado, con palabras sencillas, que necesitaba un día para mí, para pensar y arreglar unos asuntos. Le prometí que pronto estaría de vuelta y que, para compensar, le traería un helado de tres sabores. La imagen de su rostro iluminado por la promesa me hizo sonreír débilmente. No tenía ni idea de dónde guardaría ese helado si vivía en la casa de Adrián, pero se lo llevaría.
Solo necesitaba tiempo y un empujón. Un empujón de mi amiga. Eso era lo que necesitaba ahora mismo. Su voz, su lógica, su consuelo. Ella me diría qué hacer, cómo enfrentar todo esto sin desmoronarme por completo.
Paloma me entrega un té caliente, y lo envolví con ambas manos, como si el calor pudiera sostenerme mejor que mis propios huesos.
—¿Te pasa algo? —preguntó con esa mirada que desarma—, no me quisiste decir nada por teléfono, tienes días, no mejor dicho semanas que me ignoras. Desde que llegaste no has parado de mirar por la ventana como si esperaras que algo explotara.
Tragué saliva. Si verdad me sentía avergonzada aquí esperando su ayuda y la he ignorado por días y creo que tampoco tuve cabeza para contarle que conocí a su noviecito ladrón.
—Es que siento que ya explotó. Solo que…, nadie lo vio venir.
Paloma me tocó la mano con suavidad y terminó de teclear en su móvil para volver a mirarme.
—¿Se trata de la niña?
Asentí, despacio.
—Creo que estás ocupada en tu nuevo despacho— miró su celular que no dejaba de vibrar y su mesa impecable.
—Para ti, nunca lo estaría. Creo que pasó algo con Adrián cuéntame qué te dijo. Quiero saber. Y omite, este perol.
—Paloma... —comencé, mi voz apenas un susurro, casi irreconocible. El nudo en mi garganta se apretaba con cada palabra que estaba a punto de pronunciar. Ella se inclinó hacia mí, su rostro serio, esperando. La vi tragar saliva, preparándose para lo que sea que fuera a decir. Tomé una respiración profunda, sintiendo el aire helado en mis pulmones—, Cielo es mi hija.
Las palabras salieron de golpe y las sentí temblar en el aire entre nosotras.
El efecto fue inmediato. Paloma se quedó inmóvil por un instante, su rostro una máscara de shock absoluto. Sus ojos se abrieron como platos, y luego, con una explosión de energía reprimida, se levantó de un salto de su silla, derribándola al suelo con un estruendo. Comenzó a caminar por la pequeña oficina, no se porque no está en la oficina de Becerra es la oficina principal y escogió esta.
Me miró por encima del hombro, con los ojos desorbitados.
—¿Estás segura? ¡No puede ser!
Asentí, mis propios ojos llenos de lágrimas contenidas. La cabeza me dolía con la fuerza de una migraña y mi visión está muy borrosa más de lo normal, me quité los lentes y limpié mis lágrimas.
—Estoy segura… La difunta esposa de Adrián... Clara…, ella no era la madre biológica de Cielo. Es la señora que le donó mi óvulo, recuerdas. También me dio un nombre falso y sí, sé que por ahí estaba un hijo o hija mía, pero jamás tan cerca y menos que el destino terminaría cruzándome con mi hija cuando más me necesitaba.
Paloma se detuvo en seco, sus manos cayeron a sus costados. Sus labios se movieron, pero no salió ningún sonido. Se llevó una mano al pecho, como si intentara contener los latidos desbocados de su corazón.
—Pero... —Su voz era un hilo apenas audible, ahogado por la conmoción.
—Hay más —dije, sintiendo la necesidad de contarlo todo, de soltar la carga que me estaba asfixiando.
Mis manos comenzaron a temblar.
—¡¿Más?! —Paloma gritó.
Levanté mi mano derecha y señalé el pequeño lunar que tenía en el dorso, casi imperceptible, una marca de nacimiento distintiva.
—Cielo tiene mi mismo lunar —dije, mi voz se quebró ligeramente. Una emoción abrumadora me invadió, una mezcla de dolor, asombro y una extraña alegría que me hacía querer llorar—, este lunar es hereditario, ella me reconoció sin saberlo, amiga… Y yo a ella. Por eso no podía evitar lo que sentía por ella. Por eso no podía alejarme, aunque Adrián fuera un ogro no podía. Es mi hija.
El aire en la oficina se volvió denso, pesado, casi asfixiante. Paloma se dejó caer de nuevo en su silla, que había levantado del suelo. No con suavidad, sino con un golpe sordo, como si sus piernas hubieran dejado de sostenerla.
—Dios... Dios…, esto es demasiado —murmuró y se frotaba las sienes con desesperación—, y yo pensaba que estabas así por... —Se detuvo abruptamente, sus ojos se alzaron para encontrarse con los míos.
Un velo de culpa cruzó por su mirada, fugaz, pero discernible.
—¿Por qué? —pregunté, mi corazón latiendo con fuerza.
—Nada... Olvídalo —dijo agitando la mano con nerviosismo, casi con desespero—, ya tienes demasiado. No importa lo que yo pensaba.
—Falta más —insistí, mi voz ahora más firme. Si iba a vaciarme, sería por completo.
Paloma no respondió de inmediato. Parecía estar procesando la información. Se cubrió la boca con una mano.
Editado: 28.07.2025