Llegué tarde

Jorge

Oh, queridos hermanitos míos, esa mañana el sol salió como si nada, como si mi mundo no se hubiera desmoronado la noche anterior. Qué ironía, ¿no? Que el universo siga girando aunque uno sienta que ya no puede dar un paso más.

No quería ir. No quería verla. No quería enfrentarme a la risa cruel que imaginaba en su rostro, ni a la mirada burlona de su nuevo amor. ¿Y si se reían de mí? ¿Y si al verme pasar, murmuraban entre ellos, señalándome como el pobre tonto que tuvo el descaro de confesar su amor frente a todos?

Pero algo dentro de mí, una pequeña chispa que aún no entendía, me dijo: "Ve."

Así que fui.

Caminé hacia la escuela con el estómago revuelto, con el corazón tamborileando en mi pecho como un tambor de guerra, pero con el paso firme. Si iban a reírse de mí, que lo hicieran. Si iban a mirarme con lástima, que lo hicieran. Pero yo no iba a esconderme. No hoy.

Cuando llegué, todo seguía igual. El mismo ruido, los mismos pasillos, las mismas caras de siempre… y ahí estaba ella.

Por un segundo, hermanitos míos, quise dar la vuelta y largarme, desaparecer entre la multitud como un cobarde. Pero me quedé. Me quedé porque había tomado mi decisión.

Y entonces pasó algo que no esperaba.

Ella me vio. No con burla. No con lástima. Me vio con… ¿curiosidad? No sé. Pero en su mirada no estaba la crueldad que tanto temía.

Su nuevo amor también estaba ahí, pero ni me miró. No le importaba. Para él, yo no existía. Y de pronto, entendí algo:

La historia era mía. No de ellos.

Lo que hice ayer, lo hice por mí. No para ganar su amor, no para cambiar su destino. Lo hice porque lo sentía. Porque lo necesitaba.

Y así, queridos hermanitos, con el timbre de llamada a clases sonando y el mundo moviéndose a su ritmo indiferente, solté el aire que llevaba atrapado en el pecho y seguí caminando. Porque la vida, al final, sigue. Y yo, aunque doliera, también tenía que seguir.

Pero no podia...

Oh, hermanitos míos, qué les puedo decir, si yo soy un cabezota, un terco sin remedio, un druguito que no sabe cuándo soltar. Así que hice lo que me nació, lo que mi corazón necio me pedía a gritos aunque mi orgullo me dijera que era una locura. Fui y le dije:

—Te ves hermosa hoy.

Así, sin titubeos, sin rodeos, como si el día anterior no me hubiera despedazado por dentro, como si la historia no hubiera terminado ya.

Ella parpadeó, sorprendida. No sé qué esperaba, pero seguro no eso. Me miró por un segundo que se sintió eterno y luego sonrió. Oh, hermanitos míos, esa sonrisa… No fue burlona, no fue cruel, pero tampoco fue lo que mi corazón aún lastimado quería. Fue una sonrisa pequeña, de esas que uno da cuando no sabe qué decir.

—Gracias —respondió, con una dulzura que me partió más que cualquier desprecio.

Y ahí lo entendí.

No era una villana, no era una bruja malvada que jugaba con mi corazón. No, hermanitos. Ella solo era una chica. Una chica que no me amaba. Y eso, aunque doliera, no era culpa de nadie.

Me quedé ahí, parado, con una media sonrisa y el alma temblando, como un guerrero que ha perdido la batalla pero que aún se aferra a su espada. No dije más. No hacía falta.

Me di la vuelta y me fui, no derrotado, sino… distinto.

Porque en ese momento lo supe, hermanitos míos: a veces, la vida no nos da lo que queremos, pero nos da lo que necesitamos. Y lo que yo necesitaba, aunque aún no lo entendiera del todo, era aprender a soltar.

Hermanitos míos, ahí estaba yo, masticando despacio, mirando el sol como si fuera un símbolo de renacimiento, como si la vida me estuviera dando la oportunidad de empezar un nuevo capítulo. Creí que había encontrado la paz, que todo ese torbellino de emociones había quedado atrás.

Pero entonces, sentí una sombra interponerse entre mí y el sol.

Levanté la vista y ahí estaba él. Su novio.

Oh, druguitos míos, si el universo tiene sentido del humor, es uno cruel. Porque justo cuando crees que has encontrado un momento de calma, te manda una tormenta para ver si de verdad aprendiste algo.

Me miró con esos ojos de tipo seguro de sí mismo, con esa postura de alguien que no duda de su lugar en el mundo. Y yo, yo solo seguí masticando, porque si algo había aprendido en todo esto, era que no iba a bajar la cabeza ante nadie.

—Así que… te gusta mi novia —dijo, con una sonrisa que no supe leer.

Ay, hermanitos míos, qué pregunta más absurda. ¿Acaso no era evidente? Pero no respondí de inmediato. Lo miré, terminé mi bocado, tragué con calma y luego, con la misma voz que usé para confesarme el día anterior, le dije:

—Me gustaba.

Oh, su cara, hermanos míos. Su sonrisa se torció un poco, como si no esperara esa respuesta. Porque él vino por conflicto, por confrontación, y yo… yo ya no estaba jugando ese juego.

—Eso es lo que dices ahora —soltó con una risa seca.

Y ahí lo entendí. No vino porque le preocupara que yo le robara a su chica, no, hermanitos. Vino porque quería asegurarse de que yo supiera que él ganó. Que él tenía lo que yo había querido.

Y eso, eso sí que me dio risa.

Porque, ¿qué es ganar y qué es perder, druguitos? ¿Ganas cuando alguien te elige, o cuando aprendes a soltar sin dejarte destruir?

Así que sonreí, pero no con burla, no con resentimiento. Sonreí con la tranquilidad de quien ya entendió su historia.

—Si eso te hace sentir mejor, créelo.

Y me volví a mi bocado, mirando el sol, porque el día seguía, la vida seguía, y yo, aunque con cicatrices, también.



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En el texto hay: juvenil, escolares

Editado: 09.03.2025

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