Tiempo actual
—¿Es verdad que estás considerando pedir horario fijo y no hacer horas extras? —pregunta con la mirada al frente.
—Sí, amigo.
—¿Por qué? Eres bueno en tu trabajo y apenas tienes treinta y cuatro años. Podrías llegar a ser capitán. Con horarios fijos también, pero es más difícil porque el capitán no los tiene.
—No es una decisión tomada, solo algo que estoy considerando. Me cansan los turnos inestables y odio perderme ciertas cosas. Me gusta mi trabajo, sé que soy bueno, pero no estaría mal trabajar cuarenta horas a la semana y evitar salir a perseguir criminales a las tres de la madrugada, pasar toda la noche despierto o poder tomarme un fin de semana completo sin estar pendiente del teléfono.
Dilan arquea las cejas como si le hubiera dicho que pienso abrir una panadería vegana.
—Te entiendo. Aun así, estoy bien. Salvo si tuviera esposa e hijos. Tú no tienes.
Sonrío con sarcasmo.
—Y no los voy a tener si sigo así. Aunque, sinceramente, creo que espanto a las mujeres. Y no solo por mi profesión.
—También por distraído. La amiga de la víctima del último caso te miraba con interés y tú ni enterado. Estaba guapa.
—Cuando estoy trabajando no presto atención a nada más que al caso... ¿En serio me miraba?
—Sí.
Sacudo la cabeza.
—Bueno, soy atractivo, no se puede negar.
—Siempre tan modesto.
—Si no me levanto el ánimo a mí mismo, nadie lo hará por mí —reímos juntos—. Da igual. Ese puente ya se derrumbó.
—Últimamente no te interesa nadie.
—No voy a negar eso.
Estaciona el vehículo.
—¿No te estarás cambiando de equipo…?
Río fuerte.
—No. Sigo en el mismo que tú, solo que con más dignidad.
Nos despedimos y bajo del auto. Quedamos en vernos el lunes en la estación. Hoy fue un día eterno, de esos que empiezan un martes y terminan un viernes.
El asfalto de la acera se siente duro bajo mis pies, un eco del día eterno que acabo de vivir. Cada paso es una súplica silenciosa de que la jornada termine de una vez. El peso en mis hombros no es solo el del maletín, es el cansancio de los últimos días.
Camino hacia la farmacia. El aire me golpea al entrar, un choque de olores a desinfectante y caramelos de menta. Es un aroma tan neutro y pulcro que, por un segundo, me hace sentir ridículamente sucio después del día que tuve. La señora del mostrador sonríe con una amabilidad que desarma y me recuerda a mi abuela, pero más joven.
Le entrego la lista. Ella la hojea.
—Dame un momento mientras preparas todo.
Asiento y saco el celular.
Mamá osa: Acuérdate de pasar por mis pastillas. La de la tensión se acabaron.
Ethan, el mejor hijo: Estoy en eso. Te acompañaré a cenar.
Mamá osa: No puedo, tengo planes. Te haré una vianda para que te lleves a casa.
Levanto una ceja. ¿Planes? Esa palabra en boca de mi madre significa bingo, cartas, salsa... o algo más que no debo preguntar. No soy celoso, pero ¿qué clase de madre deja plantado al hijo por un juego de lotería? La mía.
Me dedico a observar los pasillos, llenos de cremas, vitaminas y toda clase de productos que parecen importantes, pero no lo son. Siempre me digo que debería armar un botiquín decente y al final sobrevivo con café y aspirinas.
Entonces, el clic metálico de una caja chocando con el suelo rompe el murmullo de los pasillos. Instintivamente, giro la cabeza y mis ojos se detienen en ella. Su cabello, ahora más corto, confirma que es Melissa. El olor a su perfume, que juré que olía mejor que cualquier perfume caro esa noche, no está presente. O tal vez sí, pero mi mente, bloqueada, no logra descifrarlo.
Antes de que pueda acercarme, aparecen un tipo delgado y una rubia embarazada. El tipo tiene cara de "estoy aquí porque ella me obliga", pero camina con suficiencia.
Melissa se queda helada, sus hombros se tensan de golpe. La miro, y en sus ojos veo una tormenta de furia y dolor. Aprieta la caja en sus manos, los nudillos se le vuelven blancos.
—Melissa, tanto tiempo. —dice el flacucho sin gracia.
—Sí. Qué casualidad.
—Estamos comprando algunas cosas. Esta es Courtney, mi novia.
—Sí, ya veo que no tardas nada en encontrar una mujer luego de terminar con nuestro matrimonio de ocho años —contesta Melissa, firme—. Tanto que no querías hijos.
El ex. Aprieto los labios para no soltar una carcajada. Y yo que pensaba que las telenovelas exageraban.
La embarazada acaricia su vientre como si hubiera ganado un trofeo.
—Querida, no te enojes con él. No es su culpa que no lo supieras atender bien. Y que no quisiera hijos contigo no significa que no los quisiera con otra.
Y el ex remata: