Lo que calla el alma

Capítulo 3: Melissa

Positivo.
Esa es la única palabra que tengo en la mente en este momento. Aparece como un eco constante, repitiéndose sin darme tregua. Todavía necesito ir al médico para confirmarlo, pero sé que no es un error. Estoy retrasada y jamás me retraso. Mi cuerpo ya me dio la señal y no puedo engañarme.

Ser madre siempre fue uno de mis sueños. Lo imaginaba como parte de un plan: casarme, tener una vida estable con mi pareja, construir un hogar y luego, en ese contexto, traer hijos al mundo. No así. No en estas circunstancias. Ahora voy a tener un bebé estando divorciada, con un padre que no es mi exesposo, sino alguien con quien estuve una sola vez. Una vez que juré que podía dejar atrás, como un error pasajero.

Ethan. Un hombre dedicado a su trabajo, uno que puede ser peligroso. Alguien que nunca pensé que podría cruzarse en mi vida de esta manera. ¿Cómo me metí en esto?

Una sola vez. Me lo repito para convencerme de que no es mi culpa. Me dejé llevar una sola vez y terminé con una sorpresa que cambia todo mi mundo. Ocho años con mi esposo y nunca me llevé un susto. Claro, él siempre fue estricto: preservativo, rutina, pastillas. Todo calculado. Pero después del divorcio dejé las pastillas y pensé que no pasaba nada. Error.

Apoyo la frente en mis manos, intentando asimilar esta noticia que parece más grande que yo. Puedo hacerlo sola. Eso lo tengo claro. No necesito a Ethan ni a nadie para criar a mi hijo, pero también sé que él debe enterarse. No sé si me da más miedo que se desligue del bebé o que quiera hacerse cargo.

—¿Te sientes mal?

Levanto la cabeza y me encuentro con mi jefa, Margareth. Su mirada atenta me estudia como si pudiera leerme los pensamientos.

—No, solo lidiando con algunas cosas —respondo con una sonrisa que apenas se sostiene.

—Te ves pálida —dice mientras deja unas carpetas sobre mi escritorio—. Yo ya me voy a casa, tú también deberías irte.

Tomo las carpetas de manera automática.

—Necesito que pases estos borradores en limpio, los imprimas y me los devuelvas. Puedes hacerlo mañana.

—No puedo hacerlo ahora… —digo, sintiéndome atrapada entre mi obligación y mi caos interno.

—Melissa —pone las manos sobre la carpeta cerrada y me mira con seriedad—. Trabajas conmigo hace seis años. Te considero alguien de confianza, cercana incluso. Necesito que estés al cien por ciento, y no lo estarás si te sientes mal.

Las palabras se me escapan antes de pensarlas.

—Me temo que mi malestar empeorará en los próximos meses.

Abro los ojos demasiado tarde, muerdo mi labio inferior y me arrepiento de inmediato. No debí decir nada. Nadie tiene que saberlo aún. Ni siquiera yo lo he procesado del todo.

—¿Qué quieres decir? —pregunta con suavidad.

Aparto la mirada y agarro mi bolso. Intento cortar la conversación.

—No me hagas caso, Margareth.

—¿Estás embarazada?

La pregunta me golpea como un balde de agua fría. Me giro con tanta fuerza que tiro los bolígrafos al suelo. Me agacho enseguida para recogerlos, maldiciendo mentalmente. Ni siquiera puedo insultar en voz alta, porque la situación me desarma.

Cuando me levanto, ella sigue ahí. No insiste, pero tampoco aparta los ojos de mí. Espera una respuesta. Sé que podría mentir, inventar algo, pero no me sale.

—Tengo que confirmarlo con el médico —digo al fin.

—Dime que el cretino de tu ex no es el padre —responde con rapidez.

Una sonrisa se me escapa. Ella nunca soportó a mi exesposo, aunque nunca lo dijo directamente. Se notaba en los gestos, en los silencios incómodos cada vez que lo mencionaba.

—No. Es de alguien con quien estuve una sola vez, por despecho.

Ella apoya la mano en mi brazo y me sonríe con suavidad.

—No es el fin del mundo, Melissa. Hay opciones.

—Solo hay una para mí: tenerlo. Eso no lo dudo.

Margareth asiente despacio.

—Entonces cuéntale al padre del bebé. Créeme, puede sorprenderte. Yo estoy saliendo con un hombre que tiene una hija adolescente con otra mujer, y se llevan bien entre ellos y con la niña. Tal vez tu situación no sea tan terrible.

Su optimismo me arranca un poco de aire.

—Gracias, Margareth.

—Vete a casa y avísame si necesitas algo. Cuando llegue el momento de tu licencia, espero que me ayudes a encontrar a alguien temporal para cubrirte.

Sonrío.

—No te dejaré tirada.

Salimos juntas de la empresa, aunque pronto tomamos caminos distintos.

En cuanto me subo a mi auto, la soledad me aplasta de nuevo. El silencio es demasiado fuerte, así que enciendo el motor y, antes de arrepentirme, programo una cita médica. Después, marco el número de Tori.

—Hola —contesta una vocecita que reconozco enseguida.

—Hola, Henry. ¿Tu mamá te dejó contestar el teléfono?

—Sí, porque está cambiándole el pañal a Hope. ¡Mamá, es la tía Mel! —dice, y escucho de fondo el llanto de la bebé.




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