Mi cerebro está a punto de hacer un cortocircuito. Los papeles en mi escritorio parecen jeroglíficos en braille y, con la suerte que tengo, aunque me volviera ciego de repente, seguiría sin entender nada. Me paso la mano por la cara, presionándome los ojos hasta ver destellos de colores. No me sirve de nada. Mi mente sigue siendo un caos.
¿Cómo nunca pensé en un posible embarazo? Soy detective, capaz de seguir una pista en medio de la nada, de reconstruir escenas imposibles, pero completamente inútil para ver la bomba de tiempo que tenía frente a mis narices. Con razón nunca noto cuando una mujer me mira por interés. Siempre creo que está viendo el reloj detrás de mí o que tengo salsa en la camisa.
Voy a ser padre. Lo repito mentalmente, pero sigue sonando como una broma de mal gusto. Padre. Esa palabra pesa como un ladrillo en la lengua. Para mí es tan real como decir que me postulé a presidente, algo técnicamente posible, pero nadie en su sano juicio confiaría en mí para ese puesto. Y mucho menos con una mujer con la que solo estuve una vez y que, para colmo, me dejó claro que podía hacerlo sola.
Respiro hondo, el aire me sabe a polvo viejo de oficina. La presión en el pecho aumenta.
Anoche me desmayé. Literalmente. Perdí la dignidad, la compostura y, probablemente, algunos puntos de respeto. Ella me echó de su casa y yo salí sin dar una respuesta clara, como un adolescente que huye después de romper un jarrón.
Un golpe seco en el escritorio me arranca del espiral. Miro hacia arriba. Dilan deja una taza de café frente a mí. El olor a café suele calmarme y darme energía. Hoy solo me recuerda que mi vida es un desastre.
—¿Qué te pasa? ¿Descubriste algo en los informes?
Mi garganta está tan seca que siento que voy a toser solo por abrir la boca.
—En los informes no… en Melissa sí.
—¿Quién es Melissa?
Claro. No le conté nada. Yo siempre tan reservado. Mi vida personal en una caja fuerte. Aunque, de vez en cuando, uso a Dilan como terapeuta gratis. Calix me tiene a mí y yo a él.
—La madre de mi hijo.
Dilan parpadea. El zumbido de la impresora detrás de él llena el silencio de manera incómoda.
—¿Desde cuándo tienes un hijo?
Me obligo a darle un sorbo al café. Quema tanto que me arde la lengua. Mejor eso que quedarme callado.
—Desde dentro de siete meses. Como una pizza en el horno.
Se deja caer en su silla. Me mira como si estuviera evaluando mi cordura.
—¿La dejaste embarazada?
—Así es.
Mis dedos se mueven sobre la taza, como si fuera a organizar mis pensamientos.
—¿Y te dijo que no te hagas cargo?
—Sí. Después me echó.
—Vaya… ¿cómo reaccionaste?
Me acomodo en la silla. El respaldo está duro y me aprieta los omóplatos.
—Me desmayé de la manera más dramática posible. Si me hubieran puesto música de violines, todavía estaría tirado en el suelo.
Dilan suelta una carcajada. Yo tuerzo la boca.
—Lo imagino. ¿Y la mujer es guapa?
Pienso en Melissa. En su sonrisa, en esa mirada insegura que de alguna forma la hace más atractiva. Asiento.
—Sí. Es guapa. Mucho. Aunque nunca me llamaron la atención las rubias, ella tiene algo… No sé. Salió de un divorcio complicado y lo último que quiere es una relación. Todavía no supera al ex, así que está descartado.
—Si lo hubiera superado, ¿lo intentarías?
Me quedo pensativo, analizando la respuesta.
—No lo sé. Nunca lo consideré.
—¿Y qué harás?
—¿Con el bebé? Esperar. ¿Con ella? Bueno… probablemente meter la pata con estilo.
—Ten fe en ti.
Resoplo. Paso la mano por mi cabello, despeinándolo más de lo normal.
—Me quiero hacer cargo, Dilan. Solo que da miedo. Ser padre no es como ser el tío divertido que juega y luego se va. Aquí no hay botón de salida de emergencia.
—Eres bueno con los niños.
—Con los de otros. Criar a un hijo propio es distinto. Mi trabajo no es precisamente “apto para todo público”. Mira a los detectives con hijos que se pierden casos por sus hijos o se pierden hijos por sus casos.
Mi compañero asiente con seriedad. Sus nudillos golpean suavemente la mesa, como si marcara un ritmo.
—Bueno, tendrás que decidir. Porque si no estás, tarde o temprano otro ocupará tu lugar. Imagina que un día tu hijo le diga “papá” a alguien más.
Se levanta y me deja con esa frase como bomba de humo. El sonido de sus pasos firmes resuena hasta perderse.
Lo pienso. Apoyo el codo en la mesa y me froto los ojos otra vez. Si sigo mi vida como si nada, existe la posibilidad de que me arrepienta y mi hijo me odie tanto como la madre. Si me hago cargo, seguro me pierdo cumpleaños, obras escolares o acabo interrogando a un payaso en una fiesta infantil porque me pareció sospechoso.