Ethan me ha sorprendido. No por desmayarse en mi casa, ni por aparecer en la clínica con cara de culpable, sino por querer formar parte de la vida de su hijo. Esa es la verdadera sorpresa.
Tori me había dicho que él me apoyaría en cuanto asimilara la noticia. Yo lo dudé. Me parecía más probable que saliera huyendo o que me dejara sola en la sala de espera con la excusa de “un caso urgente”. Pero ya veo que me equivoqué. Y lo más extraño es que, en la consulta, él hizo más preguntas al médico que yo.
Todavía tengo en la retina la imagen de la pantalla de la ecografía: una mancha difusa, apenas la silueta de una aceituna diminuta. El médico dijo que ahí estaba el comienzo de todo. Mi hijo. Y por un segundo, el aire se me atascó en la garganta. No estaba preparada para que lo invisible se volviera tan real. Ese manchón borroso no solo era mío, también era de Ethan.
Se siente raro admitirlo, pero me tranquiliza tenerlo cerca. Yo podía con esto sola, estaba convencida, aunque la verdad es que siempre es mejor contar con alguien. El problema es que nunca imaginé que ese alguien sería Ethan.
Un pensamiento inoportuno aparece de sorpresa. ¿Qué habría pasado si el bebé fuera de mi ex? ¿Lo habría aceptado con tanta naturalidad como lo hace ahora con el que espera su novia actual? Lo dudo. Y pensar en ellos me provoca un revoltijo en el estómago. Necesito dejar de obsesionarme con comparaciones absurdas. Mi ex dejó de quererme, nunca quiso hijos conmigo y esa debería ser razón suficiente para no mirar atrás.
—¿Te puedo hacer una pregunta? —Ethan me saca de golpe de mis pensamientos.
Levanto la vista. Caminamos hacia el estacionamiento. El calor de la tarde se pega a la piel.
—Sí —respondo.
—¿Lograste ver al bebé en la ecografía?
Arrugo el ceño.
—Vi… algo con forma de aceituna. Apenas empezó a formarse. ¿Por qué?
Él se encoge de hombros, y la camisa le tira un poco en el hombro por el gesto.
—Porque yo no distinguí nada.
Lo miro incrédula.
—¿Y entonces por qué dijiste que sí cuando el doctor preguntó si lo veíamos?
Se rasca la nuca, incómodo, como si buscara un agujero por donde escapar.
—Porque no quería quedar como mal padre.
Su seriedad me arranca una carcajada.
—No puede ser.
—No te rías —protesta—. ¿Qué querías que dijera? “Disculpe, doctora, pero no encuentro a mi hijo en esa pantalla llena de manchas”. Ya había hecho suficiente papelón interrumpiendo la consulta de la rubia equivocada.
Me río más fuerte. Él tiene ese humor involuntario que desarma cualquier tensión. Y me gusta que no tema reírse de sí mismo. Hace mucho que no me reía así, sin forzarlo, sin sentir que fingía.
—No eres mal padre por no verlo. En la próxima ecografía será más claro.
Llegamos a su auto y quita la alarma.
—Eso espero, porque quiero hacer las cosas bien. No sé cómo lo haremos, pero puedes contar conmigo.
Hay firmeza en su voz, y algo en mi pecho se afloja.
—Lo iremos descubriendo poco a poco —digo, más para mí que para él.
Me abre la puerta y pregunta:
—¿Quieres que te lleve o estás en tu auto?
Podría negarme, pedir un taxi y ahorrarme la incomodidad. Sin embargo, necesito acostumbrarme a su presencia. Tenemos que conocernos, aunque eso implique tragarse el orgullo.
—Claro. Mi auto está en el taller y hasta mañana no me lo entregan.
Subo. El interior huele a una mezcla de café rancio y perfume amaderado. El asiento está caliente, y me obliga a moverme un poco hasta encontrar una posición cómoda. Ethan arranca el motor y me mira.
—¿Te llevo al trabajo o a tu casa?
—Al trabajo. ¿Sabes dónde es?
—Sí, el mismo lugar donde trabaja Tori… bueno, trabajaba.
—Todavía va algunas veces. Sí, es ahí. ¿Y tú? ¿Debes volver a la oficina?
Ethan suspira.
—Tengo una montaña de papeles esperando. Lo peor de un caso no es la investigación, es escribir informes una vez que se cierra. Te juro que en mi escritorio ya hay ratas que me reclaman alquiler.
Me río en silencio. Mientras lo observo de reojo, la inquietud de su trabajo me genera incertidumbre.
¿Qué pasará si me pongo de parto y él está en medio de un operativo? ¿Y si lo distraigo con mis problemas y algo le sale mal? No lo digo. Sé que esas preguntas ya le rondan a él.
El semáforo nos detiene. El parpadeo verde del tablero ilumina su perfil. Ethan es guapo. Demasiado. Lo comprobé cuando las enfermeras no dejaban de mirarlo hace un rato. Una incluso fingió que se le caían unos guantes para llamar su atención. Él se los recogió, cortés, pero sin más. Como si pensara: señora de los guantes no es momento de casting. Y no puedo negar que me gustó que ignorara esas miradas.
—¿Por qué estás soltero? —pregunto de golpe.