Lo que calla el alma

Capítulo 10: Ethan

Mientras doy una repasada rápida en casa, me maldigo por haber tenido la brillante idea de invitar a cenar aquí y no en casa de mamá, que siempre parece sacada de una revista de decoración. Yo vivo con lo justo y necesario, eso incluye la cama, sofá, televisor testarudo que se niega a morir y un refrigerador que se siente más vacío que un lunes sin café.

Nunca traigo mujeres aquí. Prefiero ir a sus casas o a un hotel. Aunque, siendo honesto, hace tanto que no estoy con ninguna que podría empezar a cuestionar mi criterio de selección.

Encuentro una media en el borde de la cama. La agarro y la llevo a la nariz con la misma desconfianza con la que reviso un paquete sospechoso. Limpia. Un milagro. Seguramente la gemela pérdida de otra que lavé hace poco. Las medias siempre juegan a las escondidas conmigo. La tiro al cesto de ropa sucia y lo aplasto con el pie, intentando que parezca que lavo más seguido. Yo lavo cuando tengo tiempo, ganas… y ya no queda otra opción.

Mientras ordeno la habitación, pienso que Melissa no va a entrar aquí. El verdadero problema no es ella, sino mamá. A mi madre le da igual si me caso, si me hago monje budista o si mañana anuncio que me cambio de género. Lo único que no soporta es el desorden. Y si me encuentra con calcetines en el piso, me va a regañar como si todavía tuviera diez años. Y lo hará delante de Melissa.

Exhalo un suspiro y cierro la puerta del cuarto, como quien sella un crimen.

La sala, por suerte, está presentable. Paso un trapo por la mesa, reviso que no haya migas en el sofá y echo un poco de spray ambiental. No confío en mi olfato; soy capaz de convivir con olor a medias y jurar que todo está perfecto.

Corro a la cocina y abro el refrigerador. El vacío me devuelve la mirada. Podría usarse como metáfora de mi cerebro después de cerrar un caso e intentar escribir el informe. No hay nada podrido, lo cual es un triunfo. Ningún queso verde con moho rebelde ni leche cortada.

El timbre suena y frunzo el ceño. Según mamá, iba a llegar más tarde porque debía visitar a una amiga que acababa de descubrir a su esposo demasiado cariñoso con la mucama. Melissa, en cambio, tendría que llegar en media hora.

Voy a la puerta y ahí está la rubia que no me saco de la cabeza, y no solo porque lleva en el vientre a mi hijo. Melissa sonríe y levanta una bolsa y una botella de vino de buena marca.

—¿Llegué muy temprano?

—Si la casa estuviera desordenada, te diría que sí. —Sonrío y abro la puerta—. Pero no, llegaste justo a tiempo.

Mientras entra, me huelo las axilas con disimulo. Me duché hace un rato, pero olvidé ponerme desodorante y perfume. No huelo mal, creo. Nadie ha salido corriendo todavía, lo tomo como buena señal.

—Traje postre. Tori me dijo que te gustan mucho los pasteles frutales. Como no sabía qué fruta prefieres, traje mini tartas variadas.

Tomo la bolsa y el vino.

—Te dije que no hacía falta. Vino tengo de sobra, aunque prefiero cerveza. Y postre… mamá suele encargarse de eso. —Camino a la cocina y guardo todo en el refrigerador.

Melissa observa el lugar con curiosidad. Se ve tan guapa que deseo acercarme solo para respirar su perfume. Me contengo, igual que la otra noche cuando estuve a un centímetro de besarla. No descarto darme una oportunidad, aunque debo ir con cuidado. No quiero ser “el clavo que saca al clavo” de su ex.

—Tu casa es muy…

—¿Vacía? ¿Aburrida? ¿Con menos muebles que una oficina de policía?

Ella ríe.

—Diferente a lo que imaginé.

—¿Y qué imaginaste?

—Pila de platos en el fregadero.

—No, eso jamás. Mi madre me condenaría.

Nos quedamos en silencio. Hacía años que ninguna mujer me ponía nervioso de esta forma. Tengo miedo de abrir la boca y soltar alguna tontería. Mi talento para arruinar momentos es legendario.

—¿Y la cena? ¿Vas a ordenar?

—La cena… sí, claro.

Salgo al jardín y llamo a la vecina, la señora Odonel. Ella se asoma sonriente desde la ventana como si llevara toda la tarde esperando.

—Hola, Ethan. Tu cena estará lista en unos cuarenta minutos. ¿Quieres que te avise para que la recojas o te la llevo?

—Solo avíseme y yo paso.

—¿Dirás que cocinaste tú?

Frunzo el ceño. Giro y veo a Melissa con una ceja arqueada, como si ya supiera la respuesta.

—No se preocupe, señora Odonel. Mi madre sabe que no cocino ni en sueños. Y la madre de mi hijo merece conocerme tal cual soy, un encanto que no sabe ni hervir agua.

Ella ríe, apoyada en el marco de la ventana.

—Créeme, si mi esposo tuviera tu cara, daría igual si sabe cocinar o no. Con eso ya se compensa cualquier defecto.

—Gracias… creo. —Resoplo y cierro la puerta, escuchando aún su carcajada.

—¿Le pediste a tu vecina que cocine para nosotros? —pregunta Melissa, divertida.

Saco una cerveza para mí y sirvo una gaseosa para ella.

—Ella se ofreció. Le contaba, mientras le arreglaba los escalones de su entrada, que no sabía si intentar cocinar o llamar al delivery. Me dijo que a ella le gusta hacerlo y últimamente no tiene a quién cocinarle. Como siempre la ayudo, me paga con comida. Es un intercambio justo.




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